Apocalipsis, Interpretaciones y cortesía

Apocalipsis-Opinión

por Adrián Bet

La interpretación del Apocalipsis, como toda la Biblia, exige cierta cortesía con la obra, fundamentalmente porque es palabra de Dios y esto no debe ser tomado a la ligera. Esto es: proclamar con honestidad intelectual lo que el texto expresa sin ambages, aunque sea difícil de digerir, y guardar prudente opinión en aquello que no es del todo claro (es sabido que toda profecía tanto más se aclara cuanto más cerca se está de su cumplimiento), pero jamás hacerle decir al texto, lo que uno quiere que diga.

Hay pléyades de intérpretes, pero existen dos escuelas descorteces de entender el libro: el preterista, que supone que el Apocalipsis ya se ha cumplido; y el futurista, que sostiene que todo se cumplirá dentro de mucho tiempo. Respecto del sentido de la interpretación, hay otros dos grandes modos de entenderlo: el alegorista, que sostiene que el texto es una sofisticada metáfora sobre los problemas fundamentales de la existencia como: el mal, el pecado, la muerte, la redención, etc. y el literalista, que sostiene que el Apocalipsis debe interpretarse tal cual dice de forma íntegra, de modo que la bestia del mar tendrá efectivamente siete cabezas y diez cuernos, como un digno rival de Godzila. De acuerdo a las combinaciones de estas dos categorías y su grado, surgen varias escuelas exegéticas. Por supuesto, hay escuelas a medio camino entre estos extremos. La histórico-esjatológica a la que suscribe el P. Castellani, podríamos decir, se ubica allí.

Hay una escuela denominada histórico-crítica surgida en el siglo XIX en ambientes protestantes y agnósticos, que sólo atiende al sentido literal, esto es, el significado inmediato en el contexto que se produjo el texto, y no tiene en cuenta ningún sentido espiritual. Respecto del Apocalipsis, supone, en general, que es algo cumplido y se trata de una historia codificada de las persecuciones del antiguo Imperio Romano. Así, en esta interpretación, el Apocalipsis sería un bello libro de poesía surrealista en clave para los primeros cristianos, aunque sin contenido profético.

Otra escuela es la espiritualista que tiende a suponer que el Apocalipsis es un conjunto de alegorías de tinte moral o pastoral, y si tiene algún componente escatológico, se cumplirá en un tiempo remotísimo. Tal interpretación pone el sujeto de la revelación en los individuos y no tanto en el pueblo de Dios. En este modelo hermenéutico, el juicio final es una alegoría de la muerte física; el Dragón, la Bestia del Mar y la Bestia de la Tierra son metáforas del mal; y las cartas a las siete iglesias, meros billetes pastorales para comunidades difuntas.

Paradójicamente, por opuestas que parezcan estas escuelas se intersecan y forman una síntesis de lo más frecuente entre los eruditos. En resumidas cuentas, tales interpretaciones suponen que el Apocalipsis está cumplido y lo que nos queda es un manual de sabiduría codificado con exageradas imágenes semitas, de hondo dramatismo, aunque meramente literarias.

Para encuadrarnos en una sana interpretación veamos el texto mismo. El Apocalipsis de San Juan comienza de la siguiente manera:

«Revelación de Jesucristo, que Dios, para manifestar a sus siervos las cosas que pronto deben suceder, anunció y explicó, por medio de su ángel, a su siervo Juan; el cual testifica la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo, todo lo cual ha visto. Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía y guardan las cosas en ella escritas; pues el momento está cerca…

»Ved, viene con las nubes, y le verán todos los ojos, y aun los que le traspasaron; y harán luto por Él todas las tribus de la tierra… “Yo soy el Alfa y la Omega”, dice el Señor Dios,el que es, y que era, y que viene, el Todopoderoso.”…

»Yo soy el primero y el último, y el viviente; estuve muerto, y ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues lo que hayas visto; lo que es, y lo que debe suceder después de esto.» (Ap. 1:1-3, 7-8, 18-19)

En el inicio del Apocalipsis Nuestro Señor define los presupuestos fundamentales para toda interpretación posterior. Tomaremos algunos de ellos para nuestro análisis:

  1. Origen. Es una revelación que proviene del mismo Jesucristo dada a Juan el Apóstol.

  2. Carácter profético. Se trata de una profecía, cosa que afirma explícitamente.

  3. Alcance. Es una profecía que abarca todo el tiempo de la Iglesia.

  4. Consumación. Habrá una segunda venida de Jesucristo, funesta para todos los pueblos infieles de la tierra.

Definido el tema justifiquemos la inconveniencia o incompletitud de muchas interpretaciones. Lo que podemos decir al respecto es que hay una serie de confusiones o, en algunos casos, llanas negaciones respecto de los principios que enunciamos antes. Estas raramente se dicen de manera explícita, sino más bien de modo velado o retórico, a veces inconscientemente, pues son insostenibles para cualquier católico con sensus fidei o mero sentido común. Pero antes de ver estos errores en los principios debemos ver el problema, creo fundamental, que atraviesa a todas estas exégesis equívocas: les cuesta distinguir cuando interpretar con sentido literal o cuando con sentido espiritual.

Es sorprendente la mala utilización del principio católico de preeminencia del sentido literal, cosa bastante anómala sobre todo cuando se suscribe a la escuela histórico-crítica. Sabemos que el sentido literal es el que funda los sentidos espirituales. No se debe confundir literal con literalista. El sentido literal atiende al sentido que quiso darle el autor humano en su contexto original de creación, el literalista sólo atiende al significado de las palabras para el lector actual, por lo que suelen interpretar tropos literarios, como la metáfora, sin tener en cuenta el antiguo significado de las palabras ni los problemas de traducción. El sentido literal también incluye la decodificación de lo simbólico, que no debe confundirse con los sentidos espirituales, así cuando Cristo dice: “soy el Alfa y la Omega”, interpretamos principio y fin de todas las cosas porque son la primera y última letra del alfabeto griego. Nuestro Señor, por boca de San Juan, usa el tropo literario de la metonimia. No obstante cuando Juan dice: «Revelación de Jesucristo, que Dios, para manifestar a sus siervos las cosas que pronto deben suceder», no hay símbolo ni metáfora alguna y se debe entender literalmente. Algunas escuelas lo niegan por consideraciones estilísticas, dicen: «Eso no es necesariamente una profecía, simplemente tales declaraciones son parte del género apocalíptico en boga en la época de la escritura del texto.» Deberían recordar, que el sentido literal es el que se debe interpretar en primera instancia, según la Iglesia, salvo que se llegue a un absurdo o a un error dogmático. Como este no es el caso, salvo que se suponga que la profecía es absurda o contraria a la fe, no hay modo de negar el carácter profético que trata sobre hechos pasados, presentes y futuros, si no la palabra de Dios no valdría nada. El otro exceso sería suponer que nada es literal, sino todo tiene un sentido espiritual. En la sana exégesis ambos sentidos pueden convivir, aunque el literal nunca falta.

La otra cara del mismo problema es no reconocer cuando hay un sentido espiritual, más allá del literal, fundamentalmente el denominado anagógico, que es cuando un elemento literal del texto remite a la eternidad o los últimos tiempos (p. ej. el pueblo israelita a la Iglesia Militante, y está última a la Iglesia Triunfante). Este sentido está asociado a la Esperanza. La raíz subyacente del problema es que estas malas escuelas ignoran o mal aplican el mecanismo de la tipificación. En la Biblia aparecen ciertos tropos llamados tipos. La figura típica se da cuando la Escritura habla de algo (tipo), pero que en su sentido último refiere a otra cosa (antitipo). San Pablo define la relación tipo/antitipo hablando de los israelitas del Éxodo: «Todo esto les sucedió a ellos en figura, y fue escrito para amonestación de nosotros para quienes ha venido el fin de las edades»(1 Cor: 10, 11). Otro ejemplo: se dice que David es un tipo de Cristo, que sería antitipo de David. Esto quiere decir que, en determinados casos, la Escritura pone frente a nuestra vista al blondo rey, pero que en última instancia refiere a Nuestro Señor, como él mismo explicó: «Pero es para que se cumpla la palabra escrita en su Ley: Me odiaron sin causa”» (Jn 15: 25, ref. Ps. 34: 19). En el salmo habla David en primera persona, pero Cristo lo aplica a sí mismo y ambas cosas son verdad. Esto es claro, cuando fundamentan, por ejemplo, que Nerón es el Anticristo y ya. No perciben que Nerón es un tipo del Anticristo de los últimos tiempos. La tipificación, de hecho, es un mecanismo bastante común de la hermenéutica. Mal de la época es que, los mismos exégetas que ven a Cristo prefigurado por doquier en el A.T. no puedan ver el mecanismo de tipificación en el Apocalipsis. Por todo lo dicho, se ve que estas escuelas fluctúan muchas veces entre tomar el sentido literal o el espiritual de un texto, no por ser evidente lo uno o lo otro, sino para justificar suposiciones a priori.

Descripto el problema general, ahora sí, veamos los problemas particulares:

a) Errores sobre el origen de la revelación que es Cristo. Es claro que el Apocalipsis está dentro del canon de la Iglesia y esta lo reconoce como palabra de Dios. Pues bien, aceptado que proviene del Espíritu Santo, deberíamos ver si puede ser falso. Dios es un ser perfecto; de lo que, el pecado, la mentira, el mal es imposible en él por su propia naturaleza. La Biblia lo dice expresamente: «No es Dios un hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para arrepentirse. Si Él dice una cosa, ¿no la hará? Si Él habla, ¿acaso dejará de cumplirlo?» (Nm. 23: 19). De ello, la revelación no puede ser falsa porque proviene de Dios y es su palabra. Eso no quita que la podamos entender mal o conjeturar en un sentido que pueda resultar equívoco, inclusive mucho tiempo después a la luz de nuevos descubrimientos. Bajo consideraciones ciertamente racionalistas, tales como que: si el Apocalipsis describe hechos del Imperio Romano ocurridos posteriores a la fecha aceptada de escritura de; Apocalipsis (en torno al año 100 d.C.), entonces, puede estar escrito por el Apóstol Juan, por elevación tampoco por Cristo; ergo, cae en la categoría de exageración literaria. Esta es ciertamente una exégesis apriorística. Es decir, halla impropiamente la coincidencia de la palabra de Dios con su propio marco interpretativo. De este modo, se invierte el sentido de la revelación que iríade la tierra al cielo”. Así, la palabra de Dios sólo confirma aquello que piensa el exégeta de antemano. Si Cristo no lo reveló directamente, este texto es un artilugio retórico para una pastoral del siglo II. En otras palabras, desconfía del derecho de Dios de revelar su plan, basado sobre un axioma, inherente aunque no enunciado, que predica que: «según la razón no es demostrable la revelación, entonces, debe haber una explicación “racionalpara ella».

b) Errores sobre el carácter profético del libro. Pareciera para estos eruditísimos exégetas que el Apocalipsis no es una profecía, sino una continuación poética, cuando no etílica, de los libros sapienciales. Y con este enfoque sellan el libro y la predicación. Está claro, que los anima el celo respecto del exagerado alegorismo de algunos medievales, o del milenarismo carnal de los primeros siglos, pero, por tratar de escapar de dichos excesos, caen en el exceso contrario del racionalismo. Amén que algunas de estas interpretaciones sean hasta valiosas en aspectos arqueológicos, queda sin respuesta la oportunidad del libro. ¿Cuál sería el objeto de Dios de anunciar a cuatro voces una profecía sobre cosas venideras, si no lo es? Si los israelitas hubieran creído que las palabras sobre la tierra prometida eran una mera alegoría sobre una patria celestial, proferidas por un Moisés bastante imaginativo, todavía estarían en Egipto, o más probablemente se hubieran extinguido por tomar la promesa de Dios a la ligera. Por otro lado, ¿qué objeto tendría declarar como profecía lo que ya había acontecido, máxime si los destinatarios de ese tiempo lo sabían? Simplemente el autor hubiera reclamado ‘sabiduría’ en lugar de ‘profecía’ y, con el mismo complejo simbolismo —concebido para ocultar a los legos el mensaje, orientaría correctamente al lector sobre el sentido de la obra. Dios no parece hacer tales chistes cósmicos.

c) Errores sobre el alcance de la profecía. O bien se supone que ya se cumplió, o bien que será en un tiempo tan lejano que el libro no tiene mayor influencia para nosotros. Pero esto, no parece ser así. Como San Agustín suponemos que el Apocalipsis abarca todo el tiempo de la Iglesia: «El diablo no está, pues, atado todo el tiempo que abarca este libro, a saber, desde la primera venida de Cristo hasta el fin del mundo, en que será la segunda.» (La Ciudad de Dios, lib. XX, cap. VIII). También esto se dice en el propio cap. 1, aunque no parece tan claro y amerita una explicación mayor. Los judíos usaban unos tropos literarios denominados paralelismos con fines artísticos, semánticos y mnemotécnicos, tal como los occidentales usamos la rima, de modo que se produce una suerte de simetría que relaciona los versos. Estos procedimientos no son extraños para nosotros. Los poemas de los grandes autores tienen alguna simetría semántica que destaca ciertas partes y las relaciona entre sí. El Apocalipsis es un libro absolutamente simétrico, baste ver, por ejemplo, la declinación de los títulos de Cristo (cap. 1), con las cartas a las siete iglesias(cap. 2 y 3) y los premios prometidos en estas cartas respecto de su cumplimiento en el final del libro (cap. 21 y 22), de forma que el origen (Cristo), los sujetos históricos (las siete Iglesias) y el fin (la Jerusalén Celestial) estén en relación. Por el mismo procedimiento literario debemos notar que Cristo, en nuestro texto base, se declara principio y fin (Alfa y Omega) para luego declarar no sólo su eternidad, sino la ubicuidad de Dios en la totalidad del tiempo y la historia (el que es, y el que era, y el que viene). Luego más abajo se declara nuevamente, con otras palabras, como principio y fin, y le ordena a Juan que escriba sobre la totalidad del tiempo (lo que hayas visto; lo que es, y lo que debe suceder). Se establece una clara relación entre Cristo, la historia y la profecía. En resumidas cuentas Cristo, que se presenta como Señor del tiempo y la historia, le revela a Juan la totalidad del plan de Dios, para que lo transmita a las siete iglesias del Asia, tipos de las Iglesias de cada edad posterior a la primera venida.

d) Errores sobre la consumación de los tiempos. Bajo cierta ficción hermenéutica, el exégeta siempre podría interpretar los signos de una manera próxima, acomodaticia, de reducir la gran historia del pueblo de Dios a la minúscula historia de un hombre o su comunidad, más teniendo en cuenta que Dios se vale muchas veces de estos pequeños devenires como versículos del gran poema de la historia. Estas exégesis en el fondo no consideran real la economía divina, el plan de Dios en la historia. Por ello, tampoco creen en el fin desastroso de la aventura humana que culmina con el reinado del Anticristo, argumentando razones morales o evolutivas, como si la voluntad de Dios pudiera ser contenida en el libro de un teólogo existencialista. Cuando Dios habla de exterminios, catástrofes masivas, venganzas, ríos de sangre hasta las rodillas, etc., sólo pueden suponer que es una exagerada forma de hablar del hagiógrafo, no algo que acontecerá realmente. Por otro lado, es tranquilizador que lo terrible de las profecías sea una metáfora sobre un hecho menor que pasó, pasará o nunca pase en el plano de la historia, una mera figura literaria que esconde alguna sabiduría bien adobada por una excesiva imaginación judía. En realidad, estas posturas tienen una gran dosis de escapismo, de negacionismo, además, evitan el compromiso. El exégeta o profeta que nada anuncia, nunca se equivoca y siempre conservará su birrete de sabio.

Pareciera innecesario recalcar estos principios entre católicos, pero cuando uno lee tantos doctos que tratan al Apocalipsis como el relato de un loco pasado de alucinógenos, que plagia leyendas paganas antiguas para hacer una fábula moralista en clave sobre hechos ocurridos pocos años antes, que además es lo suficientemente estúpido para pasar estos hechos, conocidos por sus contemporáneos por una profecía sobre el futuro, y que luego la Iglesia avale dicha falsificación durante milenios con su autoridad apostólica; es necesario protestar. Así uno descubre, luego de recuperar un poco el aliento, que hace falta poner el foco en lo más elemental, lo más básico, lo más evidente para no seguir con el desquicio de las almas y el embrutecimiento de las inteligencias.

 



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