Apocalipsis, libro de esperanza

Apocalipsis-Opinión

por Adrián Bet

Contrariamente a lo que con frecuencia se cree, el Apocalipsis es el libro de la esperanza cristiana por excelencia. En sus primeras líneas dice: «Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía y guardan las cosas en ella escritas; pues el momento está cerca.» (Ap 1:3), declarando sin rodeos que los que reciban su mensaje también gozarán de la bienaventuranza, aludiendo a las que Nuestro Señor declaró en el célebre Sermón de la Montaña (cf. Mt. 5, 3-12). Y no es cosa menor, porque es el mismo Cristo quien revela estas profecías (cf. Ap 1, 1).

Pero, ¿qué es la esperanza? Nos lo enseña el Catecismo: «La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.» (CIC §1817). Veamos con más detalle esta definición:

  1. La esperanza es una virtud. Según el mismo catecismo: «La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.» (CIC § 1803).

  2. Es teologal. Porque: «Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf. 2 P 1:4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.» (CIC §1812)

  3. Por ella aspiramos al Reino de los Cielos y a la vida eterna. Dice Santo Tomás de Aquino al respecto:«[…]entre el efecto y la causa debe haber proporción, y por eso el bien que propia y principalmente debemos esperar de Dios es un bien infinito proporcionado al poder de Dios que ayuda, ya que es propio del poder infinito llevar al bien infinito, y este bien es la vida eterna, que consiste en la fruición del mismo Dios. En efecto, de Dios no se puede esperar un bien menor que Él, ya que la bondad por la que comunica bienes a sus criaturas no es menor que su esencia. Por eso el objeto propio y principal de la esperanza es la bienaventuranza eterna.» (Suma teológica, p. II-IIae, q. 17, a. 2).

  4. Nuestra confianza deriva de las promesas de Cristo. En otras palabras, nuestra esperanza no es gratuita ni antojadiza, sino que está basada sobre lo que Nuestro Señor reveló. Así dice San Pablo: «Mantengamos firme la confesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que hizo la promesa.» (Hb 10, 23)

  5. No nos apoyamos en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia. No son nuestras fuerzas las que nos permitirán entrar en el Reino de los Cielos, sino la gracia de Dios que nos llega por medio del Espíritu Santo. Agrega el Catecismo: «La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.» (CIC §1818).

Queda claro, entonces, que el Apocalipsis tiene por objeto la virtud teologal de la esperanza, según lo que declara en el comienzo.

Ahora bien, ¿cómo entender esta esperanza? Para la Iglesia la solución de la historia se da en Cristo. Joseph Pieper nos da su opinión desde la filosofía: «¿Cómo hay que pensar el fin de la historia? La revelación habla de un Nuevo Cielo y una Nueva Tierra, lo que es interpretado teológicamente en el sentido de que se realizará una “transposición” del ser temporal del mundo histórico a un estado de inmediata participación en el modo de ser intemporal del Creator. Ahora bien, la transposición no puede pensarse como producida por un poder histórico temporal. Puede afirmarse esto basándose sólo en el concepto de “criatura” […] La transposición de lo temporal a lo intemporal únicamente puede pensarse como realizada por una intervención inmediata del Creator. “En el Apocalipsis (10, 5), levanta un ángel su mano al Cielo y jura en nombre del que vive por toda la eternidad, del que ha creado el cielo … que en adelante no habrá más tiempo”.» (Sobre el fin de los tiempos, pág. 95-96). Así, Pieper nos remite al final del Apocalipsis (cap. 21-22), que nos presenta una visión deslumbrante y por demás esperanzadora de nuestro destino final: «Y Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado, y el mar no existía más.» (Ap 21, 1). De este modo, sabemos que al final de los tiempos habrá una transformación de la creación en algo nuevo, una especie de recreación a partir de la presente.

Pero, ¿no será una metáfora? Más allá de la innegable alegoría de la visión, la Sagrada Escritura es clara respecto del fondo del asunto. Por poner sólo uno de los muchos ejemplos, dice San Pablo: «Lo que digo, hermanos, es, pues, esto: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción puede poseer la incorruptibilidad. He aquí que os digo un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos transformados en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la trompeta final; porque sonará la trompeta y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Pues es necesario que esto corruptible se vista de incorruptibilidad, y esto mortal se vista de inmortalidad.» (1 Cor 15, 50-53). Continúa la profecía de San Juan: «Y vi la ciudad, la santa, la Jerusalén nueva, descender del cielo de parte de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo.» (Ap 21, 2). La nueva Jerusalén no procede de la antigua creación, como lo hace el nuevo mundo, sino que desciende del Cielo, procede directamente del Padre desde toda la eternidad, y es para Cristo la prometida con quien se desposará. Parece algo extraño, pero este misterio se aclara a partir de un texto un poco anterior: «Regocijémonos y saltemos de júbilo, y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y se le ha dado vestirse de finísimo lino, espléndido y limpio; porque el lino finísimo significa la perfecta justicia de los santos» (Ap 19, 7-8). Queda claro que la Jerusalén santa está formada por el pueblo de Dios, con quien Nuestro Señor tendrá sus esponsales. No debe escaparse que el final es concebido como una fiesta, una celebración cargada de alegría, por el sello definitivo de la amistad eterna entre Dios y los elegidos, pues como dice Santo Tomás de Aquino: «La amistad, cuanto mayor es, más firme y duradera. Suma parece existir entre el marido y la mujer[…]» (Suma contra gentiles, l. III, cap. 123).

Enseguida, la voz de Dios declara solemnemente:«Y oí una gran voz desde el trono, que decía: “He aquí la morada de Dios entre los hombres. Él habitará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos, y les enjugará toda lágrima de sus ojos; y la muerte no existirá más, no habrá más lamentación, ni dolor, porque las cosas primeras pasaron.”» (Ap 21, 3-4) Menuda promesa: la convivencia con Dios cara a cara, el final de la muerte, de las lamentaciones y los dolores, a partir de esta nueva creación que deja atrás el mundo viejo fruto del pecado.

Tras tamaña visión dice Jesucristo: «Y Aquel que estaba sentado en el trono dijo: “He aquí, Yo hago todo nuevo.” Dijo también: “Escribe, que estas palabras son fieles y verdaderas.” Y me dijo: “Se han cumplido. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed Yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor tendrá esta herencia, y Yo seré su Dios, y él será hijo mío. Mas los tímidos e incrédulos y abominables y homicidas y fornicarios y hechiceros e idólatras, y todos los mentirosos, tendrán su parte en el lago encendido con fuego y azufre. Esta es la segunda muerte.”» (Ap 21, 5-8). Refrenda el Señor, como principio y fin de todo, la nueva hechura de las cosas, aunque establece un contraste entre los elegidos y los réprobos. Los primeros recibirán gratuitamente el agua de la vida, en otros términos, tendrán parte de esta nueva creación, y los segundos, a los que enumera con cierta exhaustividad, los coloca en el lago de azufre —la segunda muerte—, el mismo que reservó para el anticristo, el falso profeta y Satanás (cf. Ap 19, 20 y 20, 9). Para que no queden dudas, remarca que estas promesas son «fieles y verdaderas», sellando un pacto de misericordia, pero también de justicia con el género humano.

Continúa el apóstol Juan con la rica descripción de la ciudad: «[…]me mostró la ciudad santa Jerusalén, que bajaba del cielo, desde Dios, teniendo la gloria de Dios; su luminar era semejante a una piedra preciosísima, cual piedra de jaspe cristalina. Tenía muro grande y alto, y doce puertas, y a las puertas doce ángeles, y nombres escritos en ellas, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel[…]. El muro de la ciudad tenía doce fundamentos, y sobre ellos doce nombres de los doce apóstoles del Cordero.» (Ap 21, 10-14). La nueva Jerusalén está iluminada por la gloria de Dios, que semeja una piedra preciosa. Posee un muro con doce puertas de entrada a la ciudad que hacen referencia las tribus de Israel —la antigua ley— y apuntan a los cuatro puntos cardinales —que representa un alcance universal, católico—, custodiadas por los ángeles —ministros de Dios— y el muro sostenido por los doce apóstoles —la nueva ley—. Todo esto implica la continuidad de la historia de la salvación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre Israel y la Iglesia Católica, para conformar el pueblo de Dios junto con la milicia angélica.

Entonces el ángel mide la Ciudad: «Y el que hablaba conmigo tenía como medida una vara de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad se asienta en forma cuadrada, siendo su longitud igual a su anchura. Y midió la ciudad con la vara: doce mil estadios; la longitud y la anchura y la altura de ella son iguales. Midió también su muro: ciento cuarenta y cuatro codos, medida de hombre, que es (también medida) de ángel.» (Ap 21, 15-17). Toda esta medición está cargada de simbolismo, las medidas de por sí son gigantes, 12.000 estadios es algo así como 2 220 km de lado, incluso de altura, a lo que la medida de los muros parece modesta, unos 65 m En realidad, todas estas magnitudes están relacionadas con el número doce —12000 = 12×1000 y 144 = 12×12—. En la Biblia este número significa la perfección desde el punto de vista de la completitud, de la totalidad. Así, las doce tribus representan todo Israel y los doce apóstoles toda la Iglesia, al multiplicarse por mil significa algo así como “todos en número incalculable” y al multiplicarse por sí mismo la “totalidad de la perfección”. De este modo, podríamos interpretar las medidas —tomadas con vara de oro, es decir, incorruptible y veraz, en medida de hombre y ángel, o sea en espíritu, que es lo que tienen en común— como la totalidad del pueblo de Dios, que será incontable contenido íntegramente dentro de los límites de la perfección de la ciudad.

El profeta nos describe la gran belleza de la ciudad: «El material de su muro es jaspe, y la ciudad es oro puro, semejante al cristal puro. Los fundamentos del muro de la ciudad están adornados de toda suerte de piedras preciosas. El primer fundamento es jaspe; el segundo, zafiro; el tercero, calcedonia; el cuarto, esmeralda; el quinto, sardónice; el sexto, cornalina; el séptimo, crisólito; el octavo, berilo; el nono, topacio; el décimo, crisopraso; el undécimo, jacinto; el duodécimo, amatista. Y las doce puertas son doce perlas; cada una de las puertas es de una sola perla, y la plaza de la ciudad de oro puro, transparente como cristal.» (Ap 21, 18- 21). Parece razonable suponer que estos materiales reflejan las virtudes espirituales de cada uno de los apóstoles o bien de su tutelaje que, como antes dijo San Juan, son los fundamentos, la nueva ley de Cristo. Algunos intérpretes han querido determinar estas virtudes, aunque no hay consenso unánime. No obstante, este dechado de belleza espiritual podría tener correspondencia con la física, ya que Dios como autor de toda belleza, siendo Él la belleza misma, es razonable que prepare un lugar de enorme donaire para que sus hijos pasen la eternidad en cuerpo y alma.

Al respecto, el Padre Castellani opina que: «San Juan describe aquí la resurrección del Paraíso Terrenal. Todas esas gemas que ingenuamente enumera, los antiguos atribuían a cada una dellas una propiedad medicinal; como apuntará más tarde San Juan, pero atribuyéndolas a los árboles del Paraíso.» (El Apokalypsis de San Juan, pág. 254).

La Jerusalén definitiva tiene algunas características únicas: «No vi en ella templo, porque su templo es el Señor Dios Todopoderoso, así como el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que la alumbren, pues la gloria de Dios le dio su luz, y su lumbrera es el Cordero. Las naciones andarán a la luz de ella, y los reyes de la tierra llevan a ella sus glorias. Sus puertas nunca se cerrarán de día —ya que noche allí no habrá y llevarán a ella las glorias y la honra de las naciones.» (Ap 21, 22-26). Ya no es necesario el templo, ni el sacerdote que medie entre Dios y los hombres, pues en la Patria Celestial el Señor está allí visiblemente, y con su gloria ilumina a los justos sin necesidad de luz material. Pero esta gloria no es meramente individual, la filiación a la tierra paterna persistirá en la vida futura, tendrán sus reyes y empresas para la gloria de Cristo Rey del universo.

Allí todo será puro: «Y no entrará en ella cosa vil, ni quien obra abominación y mentira, sino solamente los que están escritos en el libro de vida del Cordero.» (Ap 21, 27). Los apuntados en el libro del Cordero son los salvos. Esta parte final de libro muestra como se cumplen las promesas hechas al principio, particularmente esta se hizo a los fieles de la Iglesia de Sardes, que es la quinta de las Iglesias, que «se te tiene por viviente, pero estás muerto», una acusación muy dura, por lo que el premio para los fieles es grande. El libro de la vida del Cordero aparece siempre mencionado en momentos difíciles para la Iglesia, muchas veces en sentido negativo, para señalar a los que no figuran en él, los condenados.

San Juan termina esta bella descripción de la ciudad santa: «Y me mostró un río de agua de vida, claro como cristal, que sale del trono de Dios y del Cordero. En medio de su plaza y a ambos lados del río, hay árboles de vida, que dan doce cosechas, produciendo su fruto cada mes; y las hojas de los árboles sirven para sanidad de las naciones. Ya no habrá maldición ninguna. El trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos lo adorarán, y verán su rostro: y el Nombre de Él estará en sus frentes. Y no habrá más noche; ni necesitan luz de lámpara, ni luz de sol, porque el Señor Dios lucirá sobre ellos, y reinarán por los siglos de los siglos.» (Ap 22, 1-5). Este río es la gracia de Dios y los árboles de la vida, como el que estuviera en el paraíso terrenal (cf. Gn 2, 9), abundantes y perfectos, porque dan doce cosechas; sus hojas serán para la salud de las naciones. Este árbol, tipo de Jesucristo para muchos intérpretes, es prometido a la primera de las Iglesias, Éfeso (cf. Ap 2, 7), que es figura de la Iglesia apostólica, que conoció en persona a Cristo, de modo que se cierra el paralelismo poético del Apocalipsis. Ya no existirá el mal, porque el nombre de Dios estará grabado en los elegidos, que reinarán con Él por siempre.

 

Al meditar estos pasajes de la Escritura, no podemos más que sobrecogernos ante la infinita bondad de Dios, que premia con largueza nuestra pequeñez, y nos adherimos a Mons. Juan Straubinger en su nota final al libro del Apocalipsis: «Esta es la insuperable felicidad a que aspiramos y que esperamos y que muy especialmente deseamos a todos.» Por eso, si alguno dijera —como Borges en su poema La Luna— que el Apocalipsis es un libro de «feroces prodigios y de júbilos atroces», luego de reírnos un poco, consideremos con esperanza la promesa de Nuestro Señor, las últimas palabras que pronunció: «Sí, vengo pronto.» (Ap 22, 20). 

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