Realismo político y «caponnettismo»

Opinión-Política

por Jordán Abud

Gentileza de: https://peregrinodeloabsoluto.wordpress.com/2023/08/26/realismo-politico-y-caponnettismo/

Hace unos días Nicolás Márquez, promocionando la figura de Javier Milei como futuro presidente, hizo referencia a la causa por la cual en Argentina cierto sector “conservador” no demuestra entusiasmo ni presta conformidad. Esa causa sería el “caponnettismo”. Me veo en la obligación de responder a la injusticia que se comete con Antonio Caponnetto y con el mejor legado del pensamiento católico nacionalista. La breve respuesta que envío es la que hice llegar por medio del entrevistador al mismo Márquez. Lo que haya de error estoy dispuesto a enmendarlo inmediatamente porque lo único importante es la verdad.

Intentaré ser esquemático en mi protesta ante la falsa disyuntiva entre el “realismo político” y este nuevo problema que ahora tiene la Argentina que se da en llamar “caponnettismo” (y que para mantener el rigor terminológico sugiero que se conserven las dos “n” y las dos “t”).

Empiezo por las conclusiones: el problema no lo tiene Antonio Caponnetto, el tema es que el liberalismo jamás podrá cuadrar con una concepción católica de la política. Y Antonio es fiel transmisor de ese magisterio, que tiene en nuestra Patria gloriosos nombres propios (bien se hace en mencionar al P. Castellani en la entrevista, y vale recordar siempre en estos temas al P. Julio Meinvielle y a Jordán Bruno Genta, por citar a paradigmáticas figuras que la Providencia nos ha regalado). Repito para ser lo más claro posible: la incompatibilidad no es entre Caponnetto y la acción política, lo es entre ésta y el liberalismo, que nunca ha dado buenos frutos.

Intentaré desarrollarlo con dos tópicos sobre los que se vuelve una y otra vez contra el magisterio de Antonio, demostrando año tras año, y en cada campaña electoral que no se entiende ni un tema ni otro. Primero, la recta doctrina en la política (o más sencillo aún, la verdad en el gobierno de los pueblos). Segundo, la poesía (o la pluma bella, para decirlo en términos de Márquez) y la política.

Primero, se suele decir -para desestimar las críticas- que la política no es un torneo de ortodoxia ni de filosofía. O que no se puede pretender que la política se lleve tan prolijamente con la doctrina o como despectivamente se dice, con la “teoría”. Pero es justamente al revés, lo primero que le debo al prójimo es la verdad, y jamás debemos renunciar a decir las cosas como son -como primera medida en orden al bien común-; después -ciertamente- cada uno hace lo que puede. Pero se ha ido infiltrando (y no es casualidad) otro criterio: como lo práctico y prudencial es falible, los principios no deben ser tan tajantes. Ahora bien: una cosa son los principios (de orden filosófico) y otra el quehacer (de orden práctico). Antonio no da recetas de cómo se organiza un plan de viviendas, ni cómo se garantiza una mejor alimentación para todos los argentinos, ni cómo se revitaliza un plan productivo. Porque no es su tarea. Pero en su magisterio recuerda los principios rectores del ser y del obrar, porque eso es lo que cabe al maestro. Que tal vigilia doctrinaria incomode es otra cosa.

Y es posible que aquí haya un problema epistemológico. La política es ciencia, por lo tanto, es estudio de los principios, de las causas. Desde ya que está ordenada a obrar, y en ese obrar aparecen los imprevistos, los yerros, las traiciones, los vicios y los errores. Porque así es la vida práctica, que no es lo mismo que la ciencia práctica. Si no se advierte eso, se cae en el mentado pragmatismo, y se recurre a la experiencia como criterio o punto de partida para validar ciertos principios con una consigna esencialmente estadística o de eficiencia a cualquier costo, es decir, maquiavelismo.

Para meternos en la acción política o en la cosa pública -tarea impostergable de patriotismo que jamás Caponnetto desalentó-, hay que hacerse la idea de que en los hechos todo será más turbio y enredado. Pero no es motivo (al contrario) para enturbiar y enredar los principios. Y los principios dicen que la democracia es intrínsecamente perversa, porque sus principios constitutivos los son, y que el liberalismo es pecado porque posterga la verdad y la deja a disposición del capricho humano.

Que la prioridad para la búsqueda del bien común la tenga la verdad no se llama caponnettismo se llama realismo político. Siempre que se entienda correctamente el quehacer político. ¿Hace falta explicarle a Antonio que en la vida cotidiana las cosas se complican? Me parece que sería subestimarlo en su realismo. Escribe para predicar la verdad como corresponde al magisterio, por más que esa verdad sea muchas veces incómoda, inoportuna, o incluso -me animo a decir- ¡humanamente inalcanzable! Suena raro, ¿no? Tal vez un ejemplo de otro orden sea más claro: ¿es aceptable que cuando uno se mete en el tema educativo, simplemente “haga lo que pueda”? Sí, porque así es el obrar humano. Pero ¿hay que tener la misma laxitud para los principios que rigen aquel obrar, sólo por el hecho de que uno está haciendo lo que puede? Si no recordáramos a diario el norte, nada menos que hacer de nuestros alumnos héroes y santos, pues habremos traicionado el compromiso fundacional. La santidad también es, en algún sentido, ejercicio de lo posible, y, sin embargo, Dios nos pide –¡nada menos!- que seamos perfectos como nuestro Padre lo es. Uno podría reclamarle: ¡Vos no conocés nada de la experiencia! ¡Estamos en pleno baile, haciendo lo posible, y salís con este principio!

Confundir el deber ser con el acontecer es traicionar los principios. Y confundir el bien con la utilidad es pragmatismo. La desacreditación del magisterio y la atención excluyente que se le presta a los especialistas, ¿no responderá tal vez a la tecnificación del lenguaje y del quehacer político, justamente allí donde se impone una consideración ética y épica? Si para solucionar el problema de fondo no se llama a los sabios, sino a los especialistas en marketing y en comercio exterior, ¿no estaremos con el eje torcido? Ya no se exigen virtudes al gobernante, sino pericia técnica. Porque parece que gobernar es conocer de economía y de diplomacia en primer lugar. La sabiduría y el gobierno están cada vez más distantes entre sí. Aquello de que es propio del sabio ordenar pareciera que ya no tiene vigencia.

¿Por qué me veo en la obligación de advertir esta falacia? Porque se invierte la carga de la prueba, y se le pide cuentas a Antonio Caponnetto. Resulta que el olvido del reinado social de Cristo, la perversión intrínseca de la democracia, la desnaturalización del quehacer político, la falacia del sufragio universal, la peste partidocrática, la inmoralidad del liberalismo, la errónea comprensión del mal menor, todo eso es un invento de Caponnetto; y lo que hace es poner permanentemente palos en la rueda; sea por su prosa o por su poesía, siempre termina frenando el amanecer patrio.

Entonces, el problema para que de una buena vez salgamos adelante se llama “caponnettismo”. Yo diría más bien que el problema es que nos seguimos negando a darle primacía a la verdad antes que a la mayoría de votos, a la conquista del poder o al eficientismo. Y para colmo de males, una y otra vez nos hemos quedado sin el pan y sin la torta. Pero en Argentina ahora esto tiene nombre, se llama caponnettismo (que para especificar la patología debería identificar como caponnettismo tipo A).

No podemos confundir el deber ser con el acontecer. Eso no es realismo, sino que -según entiendo- tiene otros nombres diversos.

Por otra parte, no es la primera vez que se intenta conservar algún buen vínculo reconociéndole “lo bien que escribe”. Pero no tiene sentido tal reconocimiento si no se capta la vinculación íntima y vital entre la poesía y la política. Asoman dos problemas. El primero es confundir la misión del poeta con el arte de rimar, que ciertamente no es poco, pero insuficiente. El buen poeta no es esencialmente el buen recitador o quien logra movilizar las emociones. No en lo esencial. El poeta, por decirlo muy escuetamente, es el heraldo de la belleza que resplandece en la creación en su verbo luminoso, geométrico y cortante.  Segundo, plantear que son dos tareas desentendidas entre sí, que la poesía va por un lado y la política por el otro. Convendría recordar a José Antonio Primo de Rivera, nada menos que en su discurso inaugural de la Falange: A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete! ¡Y vaya si todo esto no fue acción política!

No, el valor pedagógico de Caponnetto no se mide por su poesía, sino que su poesía se mide por el valor pedagógico que ella tiene. Al hacerlo prédica la verdad prometedora y bella, siempre idéntica a sí misma. Convendría leer al mismo Antonio en su libro Poesía e Historia: (citando a Aristóteles) (…) el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (…), la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia lo particular. En el mismo libro, dice que “el poeta, en consecuencia, es un vigía fiel de aquella preteridad normativa, y su don expresivo lo vuelve capaz de proferir otra vez la palabra exacta del Principio, para gloria y lumen de la polis, y de los entendimientos que lo escuchen atentos”. La poesía nos devuelve al plan original de las cosas.

Gran parte de la clave de este planteo epistemológico pasa por aquí. No necesitamos que nos digan cómo estamos en la Patria, ya lo sabemos. Ni tampoco necesitamos flexibilizarnos, adaptarnos, camuflarnos, contemporizar. Necesitamos que nos digan cómo deben ser las cosas, y lanzarnos al ruedo, aunque la distancia sea infinita y se nos vaya la vida en ello. Esa es la vocación del maestro y del poeta. Es la tarea que Antonio tiene con nosotros.

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