por el Dr. René Navarro Albiña
Los debates ya no son lo que son, o lo que fueron —incluido el hoy popular Peterson-Žižek—; se confunden con los llamados conversatorios, exposiciones, disertaciones, peroratas, et ceteræ res, y en una lógica de los llamados espacios seguros o safe space (anglicanismo con el que la izquierda caviar, liberales indefinidos, y otra cualesquiera fauna afín les gusta tanto regurgitar) no hay dolor ni hay daño a las ideas del oponente, tanto es así, que ni siquiera se puede retrucar, contra-argumentar, en fin, debatir: únicamente, en los hoy llamados debates, existe glosolalia y en el mejor de los casos psitacismo. Mas, nada nuevo hay bajo el sol. Esta apreciación pierde su origen en la noche de los tiempos, y los caviares y los indefinidos han existido siempre, únicamente hoy se hacen ostensibles porque ahora tienen poder, y peor, poder mediático.
En griego thésis es proposición, postura, colocación (que ejerce un actor), frente a un opositor (resistente) que tiene una contra-postura y que la debe defender (antítesis). Uno pro-pone el otro contra-pone, y la pregunta de rigor aquí es ¿quién compone? Para ello es menester a lo menos otra figura adicional a primus y secundus, es necesario un tertius; un tercero imparcial (respecto del objeto de debate) e impartial (subjetivamente que no beneficie ni al actor ni al defensor), que actúe como árbitro, tanto como un árbitro de box, cuanto como un árbitro legal. Dicho en otros términos, un debate es una competencia, un juego, un deporte, que —como tal— debe tomarse en serio. Como este juego o competencia va dirigido a un público (quien es el verdadero juez de este espectáculo) las reglas se desvanecen, a menos que propongamos un juez ex ante, alguien en quien ambos rétores respeten por su auctóritas (o en el peor de los casos, por su mera potestas). A diferencia de las competencias físicas, en juegos y deportes en donde existe constancia de caer al piso noqueado, en el debate (a menos que se ingenie un marcador que aún no conozco) no hay perdidoso hasta el laudo o sentencia final, que la puede dar el populus por aclamación (aplausómetro), o el juez (si no es el respetable público) por veredicto.
¿En qué caemos entonces? Caemos en cuenta que, lastimosamente, dialéctica, lógica y retórica a nadie importan, nadie las estudia, todos las minimizan. La retórica no es tomada aquí en su acepción peyorativa predominante en nuestro tiempo, esto es, como un ardid o un mero recurso estilístico y hasta pedante, sino que la retórica entendida como disciplina científica. Las ars o techné de la litigación no son más que combinaciones de dialéctica, lógica, retórica y lingüística, las cuales —por cierto— debieran ser cultivadas por los abogados del foro, e incluidas seria, científica y profesionalmente en los programas de pre y postgrado de las escuelas de Derecho, mas en la práctica, se dice mucho y al final, se hace poco. Muchas preocupaciones y pocas ocupaciones.
El debate dialéctico, no es privativo de la ciencia forense. El debate es patrimonio común de las disciplinas humanísticas en particular, y de la ciencia cualquiera en general. Sin embargo, se rehúye de éste. Se solapa, no se va de frente con armas limpias, van por detrás con un grupo de amigos de las funas y el escrache, como dicen los caviar: cancel culture.
En el tomo 8vo discurso 1ro de su Teatro Crítico Universal1, Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro (1676-1764) se refiere a los Abusos de las disputas verbales. He querido traerlo a colación, porque pese a la época en que se escribió (1739) cobra total actualidad aplicándolo a los debates que pudieran aparecer en youtube. Comienza señalando que el telos de las Disputas Escolásticas es la indagación de la verdad: «Ese es el fin de la obra; mas no del operante. O todos, o casi todos los que van a la Aula, o a impugnar, o a defender, llevan hecho propósito firme de no ceder jamás al contrario, por buenas razones que alegue (…) Todos, o casi todos van resueltos a no confesar superioridad a la razón contraria. Todos, o casi todos, al bajar de Cátedra, mantienen la opinión que tenían, cuando subieron a ella. ¿Pues qué verdad es ésta, que dicen van a descubrir? Verdaderamente parece, que éste es un modo de hablar puramente Teatral. Tampoco pretenden descubrir la verdad los asistentes: Los oyentes capaces, ya tomaron partido, ya se alistaron debajo de estas, o aquellas banderas, y tienen la misma adhesión a la Escuela que siguen, que sus Maestros (…) ¿Cuándo sucede, o cuándo sucedió, que al acabarse un acto literario, alguno de los oyentes, persuadido de las razones de la Escuela contraria, pasase a alistarse en ella? Nunca llega ese caso, porque aunque vean prevalecer el1 campeón, que batalla por el partido opuesto, nunca atribuyen la ventaja a la mejor causa, que defiende, sino a la debilidad, rudeza, o alucinación del que sustentaba su partido. Nunca en el contrario reconocen superioridad de armas, sí sólo mayor valentía de brazo».
¿Significaba lo anterior que Feijoo no diera valor o considerare inútiles a las disputas? De ninguna manera. Hay otros motivos, que las abonan enseña el benedictino: «Es un ejercicio laudable de los que las practican, y un deleite honesto de los que las escuchan». Pero no en todas las cátedras hay debate, y no en todas las que las hay los debates son nutritivos: «No de todos los profesores me quejo; pero sí de muchos, que envez de iluminar la Aula con la luz de la verdad, parece que no piensan sino en echar polvo en los ojos de los que asisten en ella».
Feijoo hace una taxonomía de errores en los debatientes que paso a exponer copiándole y parafraseándole:
De los que disputan con demasiado ardor: se encienden tanto, aun cuando se controvierten cosas de levísimo momento, como si peligrase en el combate su honor, su vida, y su conciencia. Hunden la Aula a gritos, afligen todas sus junturas con violentas contorsiones, vomitan llamas por los ojos ¿corresponde a la circunspección, y modestia, propias de gente literata? No es esto condenar aquella enérgica viveza, que como calor nativo de la disputa, da aliento a la razón; sino aquel feroz tumultuante estrépito, más propio de brutos, que se irritan, que de hombres, que razonan, y que a los que no han visto otras veces semejantes lides, pone en miedo de que lleguen a las manos. Estas iras comunmente, no sólo son viciosas por sí mismas, mas también por el principio de donde nacen: porque ¿a quién las inspira, sino un espíritu de emulación, y de vanagloria, un desordenado deseo de prevalecer sobre el contrario, una ardiente ambición del aplauso, que entre la ignorante multitud, logra el que hace mayor estrépito en la Aula? A los genios inmoderados, el ansia de lucir los hace arder.
Herirse los disputantes con dicterios: un dicterio es un dicho denigrativo que insulta y provoca. En las tempestades de la cólera, pocas veces suena tan inocente el trueno de la voz, que no le acompañe el rayo de la injuria. Es dificultosísimo en los que se encienden demasiado, regir de tal modo las palabras, que no se suelte una, u otra ofensiva. El fuego de la ira también en esto se parece al fuego material, que comunmente es denigrativo de la materia, en que se ceba. Es ésta sin duda una intolerable torpeza en hombres doctos, o que hacen representación de tales. El que defiende, desdeña como fútil el argumento. El que arguye trata de absurda la solución. A cada paso se dicen, que extrañan mucho tal, o tal proposición, como opuesta a la doctrina comunísima. Fuera de este modo descubierto de improperar, hay otro ladino, y solapado, más seguro para el ofensor, y más dañino al ofendido. Este es el de insultar por señas. Una risita falsa a su tiempo, arrugar fastidiosamente la frente, escuchar con un gesto burlón lo que se le propone, volver los ojos al auditorio, como mirando la extravagancia, responder con un afectado descuido, como que no merece más atención el argumento, arrojar hacia el contrario una, uotra miradura con aire de socarronería, simular un descanso tan ajeno de toda solicitud en la Cátedra, como si estuviese reposando en el lecho, y otros artificios semejantes.
De la falta de explicación: Este defecto, aunque menos voluntario, no es menos nocivo. En él se incide recuentísimamente. Muchas alteraciones porfiadísimas se cortarían felizmente sólo con explicar recíprocamente el arguyente, y el sustentante la significación, que dan a los términos. Es el caso, que muchísimas veces uno da a una voz cierta significación, y otro otra diferente; y uno le da significación más lata, otro más estrecha; uno más general, otro más particular. Entrambos dicen verdad, y entrambos se impugnan acerbísimamente, escandalizándose cada uno de lo que dice el otro. Entrambos dicen verdad, porque cualquiera de las dos proposiciones, en el sentido en que toma los términos el que la profiere, es verdadera. Con todo se van multiplicando silogismos sobre silogismos, y todos dan en vacío, porque en la realidad están acordes, y sólo en el sonido niega el uno lo que afirma el otro.
Del argüir sofísticamente: Es el Sofisma derechamente opuesto al intento de la disputa. El fin de la disputa es aclarar la verdad: el del Sofisma, oscurecerla: luego debiera desterrarse para siempre de la Aula, no sólo como un huésped indigno, y violentamente intruso en ella; más aún como un alevoso enemigo de la verdadera Sabiduría. Un Sofista le probaba a Diogenes que no era hombre, con este argumento: «Lo que yo soy, no lo eres tú: yo soy hombre: luego tú no eres hombre». Respondióle Diógenes: «Empieza el silogismo por mí, y sacarás una conclusión verdadera: Lo que tú eres, no lo soy yo: tú eres hombre: luego yo no soy hombre».
Obligar al contrario a admitir parte del silogismo: ¿Por qué ha de conceder lo que ignora si es verdadero, o negar lo que no sabe si es falso? ¿Pues qué expediente tomará? No decir concedo ni niego, sino dudo. Esto manda la santa ley de la veracidad.
A este listado de errores que nos entrega Benito Feijoo, pudiéremos agregar muchos más. Lo que sí es cierto, es que es menester tratar de llamar a las cosas por su nombre, y no disfrazar con el rótulo debate a una mera conversación educada que practican dos desconocidos bebiéndose un café. A este discurso del Teatro Crítico Universal, cabría aquí citar también el Tomo 2do Carta 6ta del compendio llamado Cartas eruditas y curiosas, bajo el epígrafe La elocuencia es naturaleza, y no Arte2. Como venimos hablando de los debates en vivo o grabados para youtube, la elocutio es ineludible, da brillo al orador. El elocuente nace así. Señala Feijoo: «es la naturalidad una perfección, una gracia, sin la cual todo es imperfecto, y desgraciado, por ser la afectación un defecto, que todo lo hace despreciable, y fastidioso». A todas las acciones humanas da un baño de ridiculez la afectación. A todas constituye tediosas, y molestas. Feijoo utiliza aquí la voz castiza afectación como la falta de sencillez y naturalidad, la extravagancia presuntuosa en la manera de ser, de hablar, de actuar, de escribir, etc. El que anda con un aire, o movimiento afectado; el que habla; el que mira; el que ríe; el que razona; el que disputa; el que coloca el cuerpo, o compone el rostro con algo de afectación; todos estos son mirados como ridículos, y enfadan al resto de los hombres. El que es desairado en el andar, o torpe en el hablar, algo desplacerá a los que le miran, u oyen; mas al fin, sólo eso se dirá del que es desairado en lo primero, y torpe en lo segundo. Pero si con la imitación de algún sujeto, que es de movimiento airoso, y locución despejada, afecta uno, y otro, sobre no borrar la nota de aquellas imperfecciones, se hará un objeto de mofa, y aún le tendrán por un pobre mentecato.
«En esta materia sucede, que el buen genio acierta con las cosas, sin saber ni aún los nombres; y el estudio sin genio, teniendo en la memoria de los nombres, definiciones, y divisiones, no acierta con las cosas.
»Lo que queda subsistente en el espíritu de los oyentes para moverlos a obrar, cuando llegue la ocasión, aquello que se les ha procurado persuadir, es la fuerza substancial de las razones. Hace sin duda mucho al caso, que las razones se propongan con fuerza, y energía, porque penetran así, y hacen más profunda impresión en el ánimo; pero la virtud excitativa de los afectos,que consiste precisamente en las voces, es de un influjo muy pasajero, que apenas espera para disiparse a que los oyentes desocupen el Teatro».
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