Mi primer pesebre. Un cuento de Navidad

Cuento-Literatura

por MDM

La movilidad social y la buena fortuna, hizo que hoy en día tenga un buen pasar. Soy de la tercera generación de inmigrantes que, a costa de la sangre, el sudor y las lágrimas de nuestros padres y abuelos, pudimos ascender de clase social. Desciendo específicamente de una colonia ruso-alemana. ¡Ellos sí que sabían festejar las navidades! Se cantaba en alemán el “O Tannenbaum” (mi preferida) y la “Noche de Paz”, y se armaban grandes mesas familiares con grandes banquetes que por tradición tenían lugar recién después de terminada la misa que comenzaba a las 12 de la noche.

Cuento esto mientras armo el pesebre de Navidad. Siempre me encantaron los pesebres y sobre todo los pesebres grandes. Y con el tiempo conseguí tener mi propio pesebre tamaño gigante. ¡Ocupa toda una habitación! Con figuras de yeso cuidadamente pintadas de la Sagrada Familia, de los pastorcitos y de varios animales; con una “casita” en la que fácilmente podría entrar una niña sentada, con montañas de fondo y con una hermosa iluminación alrededor. ¡Hasta un ángel cuelga del cielo!

Pasé la edad de los 70 y cada vez que me siento a armar el pesebre es inevitable acordarme de una niñita. Una niñita con su cabello ceniza, atado con dos colitas, el vestidito blanco y sus zapatitos negros, que vivía en el campo. Esa niñita no tenía una habitación para armar el pesebre, sino una habitación para toda la familia (¡Eran seis!). Esa niñita vivía una pobreza digna. A su familia no le sobraba nada material, pero lo que nunca le faltó es fe. Esa fe sencilla de la gente de campo y de pueblo.

Cada vez que llegaba el tiempo de Adviento se despertaba en esa niñita un recurrente anhelo: su primer pesebre. Pero era algo muy difícil. No había plata en su familia. Un año, sin embargo, extasiada por la belleza de un pesebre que exponía la Parroquia María Auxiliadora de su pueblo, no permitió que nada se interponga entre ella y su objetivo. A la niñita le gustaba ir corriendo a todos lados. Si tenía un mandado que hacer o cualquier diligencia que efectuar, lo hacía corriendo. Ese Adviento, sus energías se concentraron en el camino de su modesta casa a la Parroquia, ida y vuelta, a toda velocidad y con una sonrisita entusiasta pintada en la boca. Aquel pesebre parroquial actuó de causa ejemplar o arquetipo para llevar adelante su magnífico pequeño gran pesebre.

Es así que esa niñita con más entusiasmo que medios materiales cortó la rama de un pino, la metió en una maceta y, para que se mantenga firme, la rellenó con arena que tomó prestada de una obra en construcción. ¡Ya tenía su arbolito! Pero le faltaba algo. Le pidió a su mamá dinero para comprar adornos para su nuevo arbolito y con la plata que le dio le alcanzó para comprar una sola bolita, de color rojo, que colgó en la ramita de puntitas de pies, con el brillo de la inocencia en sus ojos.

Tenía una virgencita de yeso en miniatura, arrodillada en actitud orante, de color rosa, con una túnica celeste y blanca. Un San José pobre y paternal, con un báculo, cubriendo con su manto marrón a su Santísima Esposa, y con la mirada apuntando a su hijito. Y un niñito Jesús, bien chiquito, sonriente, en su cunita de paja. Con unas ramitas y corteza de árbol improvisó una casita y le pidió prestado a su papá un cable con una bombita de luz roja que dispuso en torno del arbolito. La obra estaba consumada. ¡Era tan feliz con su primer pesebre! Esa noche durmieron dos familias en una sola habitación. Su familia, y la Sagrada Familia, ubicada en el único rinconcito vacío de la pequeña habitación. La niñita se dormía mirando su primer pesebre, henchido su corazoncito del espíritu navideño. Nada malo podía pasar. ¡Eran noches de paz y de amor!

Nunca más esa niñita sintió el mismo espíritu navideño como aquella Navidad con su primer pesebre. Esa niñita fue creciendo, maduró, formó su propia familia y envejeció. Nunca dejó de amar los pesebres y la época de Navidad. Año a año sus pesebres eran más grandes y adornados. Pero notaba que no siempre su espíritu navideño crecía como su pesebre. Cuando se acercaba la fecha y no había ganas de armar el pesebre, recordaba a esa niñita tan feliz y llena de ilusiones, a ese niñito Jesús tan pequeño que le dio tanta felicidad, y a la Virgencita y San José. ¡Daría lo que sea para tener de nuevo a su Sagrada Familia favorita!

Entonces, pasados mis 70 años, cada vez que me pongo a armar mi pesebre, no lo hago sola, me acompañan los ecos de esos cánticos navideños en alemán y me acompaña esa niñita, esa niñita pequeña pero con un espíritu navideño inmenso, que me sigue enseñando año a año el sentido de la vida y el sentido de la Navidad.

Esa niñita cuya pequeñez es la única capaz de llenarme de espíritu navideño y cuyo pequeño pesebre es el único capaz de darle sentido a mi pesebre gigante.

Así termina este cuentito, tan pequeño como esa niñita y su primer pesebre de Navidad.

¡Feliz Navidad! 

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