Reflexiones de un hater
por MDM
Escéptico no es el que duda, decía Séneca, sino el que no concluye. Para Chesterton, el hombre es una máquina de concluir y de elaborar dogmas y, cuanto más lo hace, más humano es. ¿Por qué no concluye el escéptico entonces? Porque sacar conclusiones supone elegir, y elegir es un acto violento que supone decidirse en favor de algo y rechazar todo el resto. Concluir es, en definitiva, un acto inaceptable en el reino de la indefinición posmoderna, por afectar la suprema virtud de la tolerancia e implicar, parejamente, que hay cosas portadoras de esencias concretas.
Por eso es que actualmente, para no incurrir en actitudes dogmáticas o de incorrección, no gustamos de “colonizar con nuestro pensamiento” (quizá sea porque no lo tenemos), tampoco se nos ocurre la osadía de marcharnos de algún congreso científico con “respuestas”, solo tenemos permitido, si acaso, irnos con más preguntas y más dudas, no sea que se nos tilde de “intolerantes” por aceptar algo como verdad o, peor aún, se nos califique como “odiadores”, es decir, seres que piensan y tienen la desagradable y tradicional costumbre ¡puaj! de concluir, o sea, de ser humanos y de humanizarse, en radical oposición a la única certeza admitida, la duda.
El escéptico por eso va adquiriendo naturaleza vegetal. Como decía Aristóteles, no se diferencia de un árbol ni de una planta, ya que estos, al igual que los escépticos, no definen, no concluyen, no deciden, no eligen.
El escepticismo, esa actitud vegetariana des cripta, es la forma mental del hombre posmoderno. Por tanto, podemos concluir (perdónese la intolerancia) que nos encontramos inmersos en una sociedad, aristotélicamente hablando, arbórea. No se trata aquí de la contraposición entre el árbol porfiriano del conocimiento con sus atinadas jerarquías y consecuentes subordinaciones, por un lado, y el rizoma deleuziano con su estructura caótica, sin centro, por el otro.
Por eso, quizás, el hombre inactual que siempre salva una época (según un tal Chesterton) puede ser representado por el leñador que, contrario a lo que se puede pensar, no es un destructor de bosques, sino el que lo mantiene a salvo del incendio. Es el que viene con su hacha afilada a definir, a dar forma a lo informe, que corta, es decir, distingue, que al remover las malezas y los troncos podridos evita o atenúa los incendios, dejando a la vez al descubierto los claros y las luces que indican el camino al peregrino.
Pretencioso sería pensar que el leñador puede contener este embate nihilista por sí solo, pero mientras viene el milagro (porque el leñador debe ser un hombre de esperanza), debe resistir y continuar con su labor: afilar el hacha y seguir cortando, separando, jerarquizando el bosque, según una medida racional.
Quizás algunos árboles se decidan a reaccionar —asomando en ellos un rostro humano— cuando el fuego infernal se encuentre a escasos metros, amenazando su extinción, al igual que los árboles representados por Tolkien en su famosa saga El Señor de los Anillos. Y otros, los tomados por completo por el parásito del escepticismo, se entreguen, para bien del bosque, a la disolución definitiva.
No responses yet