La crisis argentina y la cuestión del mejor régimen político

Filosofía-Política
por Fernando Romero Moreno
Publicado en el Diario de Filosofía del Derecho (DFD) de “El Derecho”, Nº 11, 15 de diciembre de 2006

 

 

Introducción

Este escrito, realizado en el marco de una investigación del CEUR (Centro de Estudios Universitarios del Rosario), durante el año 2005, es un análisis de la crisis política argentina, a la luz del orden natural y cristiano, y de la tradición nacional. En especial, el estudio está centrado en la cuestión de la representación política, como una contribución al pensamiento de un nuevo derecho constitucional.

La opinión mayoritaria entre los especialistas data el origen de la crisis política argentina en la ruptura del orden constitucional producida por la revolución del 6 de septiembre de 1930. Esto, hoy, es casi un lugar común, aunque a la par se indiquen otros motivos no menos importantes (económicos, sociológicos, culturales, morales, institucionales). Nosotros creemos que el problema es más profundo, como que nunca – desde la Independencia – hemos logrado consolidar un régimen político estable. La causa, nos parece, se remonta a la decadencia de las instituciones hispano – indianas a fines del siglo XVIII (instituciones que habían sembrado las semillas del gobierno local, de la descentralización política, de la representación orgánica, de las libertades concretas y de nuestro derecho foral) y a la falta posterior de un orden constitucional alternativo, acorde con nuestra idiosincracia y necesidades. De hecho, desde la Revolución del Año X hasta el presente– y a pesar del intento que significara la “restauración de las leyes” durante la Confederación Argentina (1829- 1852) – no hemos dejado de vivir en un clima constante de “crisis institucional”. Si bien formalmente decidimos ser una “república representativa, republicana y federal” desde el Pacto del 4 de enero de 1831, la historia argentina registra casi dos siglos de inestabilidad, o al menos de falta de consenso en lo que se refiere a la naturaleza de nuestro régimen representativo. Fraude, electoralismo, demagogia, gobiernos de facto, desprestigio de la clase política, han sido y son una constante entre nosotros. No parece pues que la fecha de 1930 tenga la gravedad que habitualmente se le atribuye, no por lo menos desde la perspectiva de querer un régimen político estable y conducente al bien común.1. Por otro lado lo que aquí diremos supone entender que el régimen político es un medio, no un fin, y que las “instituciones” deben permitir alcanzar el interés nacional. En ese sentido bien se ha dicho que la Constitución está al servicio de la nación, y no al revés.

No obstante las consideraciones precedentes, vamos a hacer primero una aproximación filosófica- política al problema que estamos abordando, para luego encarar de manera específica la cuestión histórica y sus repercusiones constitucionales. Abordemos en primer lugar la clásica cuestión del régimen político

El régimen político

Entendemos por régimen político el orden de las magistraturas dentro de la comunidad política, el fin asignado a la misma y la distribución del poder (en función de quienes lo ejercen o formas de gobierno, de su relación con los grupos infrapolíticos o formas de representación, y de su distribución territorial o formas de estado). Así, según Aristóteles “régimen político es la organización de las magistraturas en las ciudades, cómo se distribuyen, cuál es el elemento soberano y cuál el fin de la comunidad en cada caso”2. En cuanto al fin de la comunidad política entendemos que no es otro que el bien común, entendido como la unión orgánica y jerárquica de bienes esencialmente comunicables y participables , que permiten a las personas, a las familias y a los cuerpos intermedios, alcanzar más fácilmente su perfección. Respecto a la distribución del poder y al orden de las magistraturas, haremos un análisis más pormenorizado:

  1. Formas de gobierno: En cuanto a las formas ordinarias de gobierno (no consideraremos aquí las extraordinarias) distinguía el Estagirita “tres regímenes justos, la monarquía, la aristocracia y la república, y tres perversiones de los mismos: la tiranía de la monarquía, la oligarquía de la aristocracia, y la democracia de la república”3. Antes de comentar esto, nos parece importante hacer una aclaración: hoy los conceptos de monarquía y aristocracia no son entendidos en la acepción original y habitualmente se los asocia a sus corrupciones específicas (tiranía y oligarquía, como vimos). Debido a ello, cuando se los menciona, pueden interpretarse en sentido contrario al pretendido. Lo mismo sucede con la palabra “democracia” que goza de una connotación necesariamente positiva, contra las distinciones que en rigor exigen la realidad y el buen uso del lenguaje. Por eso, en el significado que nosotros daremos a estos términos, no deben confundirse monarquía con absolutismo o aristocracia con injustos privilegios, ni dar un sentido unívoco a la palabra democracia. ¿Por qué decía Aristóteles (seguido luego por la mayoría del pensamiento clásico) que la monarquía, la aristocracia y la república eran regímenes justos? Porque en su explicación, estas formas de gobierno eran las que de suyo se ordenaban al bien común, mientras que la tiranía, la oligarquía y la democracia absoluta o demagogia se oponían a él. Entendemos que esto conserva total actualidad. Precisemos un poco más las nociones: monarquía sería el gobierno de uno; aristocracia, el de una minoría virtuosa y capacitada; y república, el de una mayoría orgánica y jerárquica (aunque en realidad, en la república o democracia moderada, la mayoría lo que hace es elegir a la minoría que va a gobernar). Aristóteles definía a la democracia como el gobierno de los pobres, en contraposición a la oligarquía que sería el gobierno de los ricos, y afirmaba que en general los pobres son mayoría – de allí la democracia como gobierno de la mayoría – y los ricos, pocos – de donde la asimilación entre oligarquía y minoría-, sin que pueda negarse la posibilidad de un gobierno oligárquico “de mayorías ricas” o de un gobierno democrático de “minorías pobres”. Empero, a los efectos específicos de este estudio nosotros vamos a manejarnos con las nociones simples que indicamos con anterioridad, sin ahondar en las sutiles descripciones empíricas hechas por el filosofo griego. Agreguemos que las formas ordinarias en estado puro no existen y la combinación de las tres mejores en un régimen mixto parece ser lo más adecuado. Por ej. (y adelantando un poco nuestra conclusión) una democracia orgánica (principio republicano o popular), jerárquica (principio aristocrático) y presidencialista (principio monárquico), fundada en el respeto del Derecho Natural Cristiano y de la Tradición nacional, sería un régimen mixto respetuoso de nuestra realidad. No lo sería en cambio una monarquía limitada y con aristocracia nobiliaria, pues la historia, la cultura y las circunstancias americanas y argentinas son diversas de las que pueden justificar o haber justificado ese régimen en otras naciones o aún entre nosotros, pero en el pasado.

  2. Formas de representación: En relación a las formas de representación, se impone diferenciar aquellas que representan “en el poder” (por ej. los parlamentos modernos que tienen función legislativa) de las que lo hacen “ante el poder” (como los órganos representativos medievales formados por procuradores de la nobleza, el clero o las ciudades, que limitaban al Rey en asuntos graves), tesis especialmente desarrollada por el Prof. Galvao de Souza, y que hunde sus raíces en la distinción entre comunidad política y grupos infrapolíticos. Refiriéndose a esta cuestión, ha dicho el Prof. Luis Roldán: “El pensamiento clásico sostiene que el orden político pleno, el buen régimen político – el buen Estado – es aquel (…) que ha logrado una combinación exitosa en la historia, de la autoridad con las libertades concretas, del poder político que es la encarnación del principio de autoridad, con un sistema de representación ante el mismo, que es la expresión de estas libertades, de esta pluralidad de grupos infrapolíticos que la componen”4. En definitiva, una consagración institucional de la necesaria unidad política que requiere el bien común (y la misma naturaleza) con la legítima pluralidad de cuerpos intermedios que existen en la sociedad (familia, municipio, gremios profesionales, entidades culturales y educativas, etc). La tradición occidental concretó esta representación “ante el poder” (y eventualmente “en el poder”) en órganos corporativos, como las Cortes, Estados Generales, Dietas o Parlamentos. Pero en los albores de la modernidad, esta representación pasó a confundirse con el gobierno, al convertirse los Parlamentos en “poder legislativo”, como reacción al absolutismo monárquico. La Revolución liberal – sea la inglesa de 1688, la Norteamericana de 1776 o la Francesa de 1789 –convirtió a los parlamentos en órganos de exclusiva representación “en el poder”, privando a los grupos sociales de sus derechos de representación y limitación tradicionales (con excepción quizás de la Cámara de los Lores en Inglaterra, aunque en un contexto oligárquico, como han sostenido Chesterton y Belloc). A esta confusión entre gobierno y representación se refería Bertrand de Jouvenel: “La mutación habida en la idea de representación preparó implícitamente un cambio total en el papel desempeñado por el representante. La mutación consiste en que ya no se tiene al representante por una persona que representa específicamente a quienes lo han enviado, sino por una que representa a toda la nación. Fue una transformación que se operó en Inglaterra ya desde el siglo XVII (…) Se trataba de una idea que cambiaba todo. Sin ella, el principio de unidad residía en el rey, ante el cual los diputados representaban la diversidad. Pero si los diputados no representan ya cada uno de ellos una cosa determinada del Estado, sino cada uno de ellos al pueblo entero, entonces ya no hay ninguna necesidad de un rey. A partir de ese momento, la asamblea es rey, e incluso mucho más que hubiese podido ser el rey. Porque la ha elegido el pueblo, no el rey”5. De este modo, los “representantes” dejaron de amparar “intereses concretos” (para lo cual estaban dotados de mandato imperativo) y se convirtieron en representantes “de la Nación”, es decir de “intereses generales” (siendo desde entonces su mandato también general). Volveremos sobre esta confusión moderna entre gobierno y representación, al referirnos específicamente a la crisis argentina.

  1. Formas de estado: Por último, y en lo que hace a la distribución territorial del poder – elemento también propio de todo régimen político – tenemos las modalidades del federalismo y del unitarismo. El federalismo supone la existencia simultánea de un Estado soberano y de estados miembros autónomos (es decir, que se dan a sí mismos las normas en su ámbito de competencia específico y ejercen ciertas funciones gubernamentales), con mayor o menor descentralización político- administrativa, según los casos; el Estado unitario por su parte es soberano y sus estados miembros son simplemente autárquicos (en el sentido que no se dan a sí mismos las normas). Dentro del federalismo hay que diferenciar entre uno de carácter “tradicional” (basado en el principio de subsidiariedad, fundado en razones históricas y que puede asimilarse al regionalismo de las monarquías medievales) y otro de perfil más “revolucionario” – liberal, democratista, anarquista, socialista o tecnocrático según los casos-, como explica Francisco Puy, a quien remitimos6.

El mejor régimen político

Corresponde ahora – después de haber visto las formas de gobierno, de representación y de estado – que nos ocupemos de ver cuál sería el mejor régimen político. Decía Aristóteles: “…al buen legislador y al verdadero político no se les debe ocultar cuál es el régimen mejor en absoluto ni cuál es el mejor dadas las circunstancias” y “también debe poder considerar, en un régimen dado, cómo se estableció en un principio, y de qué modo, una vez establecido, podría conservarse más tiempo (…). Además de todo debe conocer el régimen que se adapta mejor a todas las ciudades, pues la mayoría de los que han tratado de política, aunque acierten en lo demás, fallan en lo práctico. En efecto, no hay que considerar exclusivamente el mejor régimen, sino también el posible e igualmente el que es relativamente fácil de alcanzar y adecuado para todas las ciudades (…); y el legislador debería introducir un régimen tal que los ciudadanos pudieran fácilmente ser inducidos a aplicarlo y vivir de acuerdo con él partiendo de los existentes, porque no es menor empresa reformar un régimen que organizarlo desde el principio (…) Por eso, además de reunir las condiciones mencionadas, el legislador debe poder remediar las faltas de los regímenes existentes”7. Veamos esto con mayor profundidad.

En filosofía política es clásica la cuestión teórica acerca de la mejor forma de gobierno. Santo Tomás de Aquino sostenía – en tesis que compartimos – que “en absoluto” la monarquía es mejor (naturalmente no está pensando Santo Tomás en una monarquía absoluta, sino –probablemente – en las monarquías limitadas que él tenía delante) aunque ciertas circunstancias pueden aconsejar preferir la forma popular (republicana). Esto tiene vital importancia entre nosotros, para entender la necesidad de conservar la modalidad presidencialista en la necesaria reforma política de nuestro régimen democrático. La explicación de Demongeot – al explicar la “utilidad” de preguntarse por el “mejor régimen” y defender las ideas tomistas acerca de la monarquía – nos parece acertada: “Santo Tomás – afirma – no pretende decir que la monarquía sería el mejor régimen si las condiciones de hecho fuesen distintas de lo que son, sino que la monarquía es el régimen mejor, si hacemos abstracción de estas condiciones de hecho. Son afirmaciones muy diferentes. En el primer caso, esta superioridad sería, en definitiva, falsa en orden a la aplicación. En el segundo caso, esa superioridad es tan sólo insuficiente, y pide ser completada con la consideración de los hechos. Una superioridad especultativa no es por eso menos real8 ¿Qué valor tiene pues? Si es real aunque insuficiente, es verdadera, y si es verdadera, es susceptible de tener consecuencias prácticas (al ser completada con la “consideración de los hechos”). Cuando Santo Tomás habla de la superioridad teórica de la monarquía – y ya veremos las razones que el Doctor Angélico aduce al respecto -, lo hace con innegables implicancias en orden a la acción. Por un lado reconoce “superioridades relativas” a los regímenes simples y puros, según los bienes que cada uno busca directamente. Así:

  1. La monarquía y la aristocracia son superiores conjuntamente por buscar ambas a la virtud (en tanto regímenes puros, a los que habría que agregar la politeia, politia o república);

  2. la monarquía además, por garantizar la unidad y la paz;

  3. la aristocracia, por asegurar la justicia distributiva;

  4. la democracia, por permitir alcanzar la tranquilidad pública, la lealtad de los ciudadanos y la libertad.

Pero todo esto no significa que dichas formas de gobierno en “estado puro” sean “indistintamente” superiores. Prosigue Demongeot: “El filósofo político debe afirmar que esas diversas superioridades no pueden ser situadas sobre un mismo nivel de igualdad”9. En absoluto la monarquía – como forma de gobierno – es superior al resto, por la preeminencia de la unidad sobre cualquier otro bien en el orden político. Pero además, la monarquía es mejor – no ya ahora como forma de gobierno sino como régimen – por la mayor jerarquía que tiene en sí la paz respecto de la justicia distributiva (dicho en relación con la aristocracia) y la virtud en relación con la tranquilidad, la lealtad y la libertad (en comparación con la democracia). Por eso, de estas ideas, “brota la preferencia de Santo Tomás por la monarquía, no solamente en el plano metafísico y como gobierno, sino también en el plano humano y como régimen. Si tuviera que escoger, el Santo escogería la monarquía. Pero es de justicia añadir que se trata aquí de una superioridad de orden especulativo10, insuficiente como dijimos, y necesaria, por lo tanto, de cotejar con los datos de la realidad, pero superioridad manifiesta y clara (que exigirá según cuáles sean los hechos, consagrar como efectivo un régimen monárquico o al menos salvar la primacía del “principio monárquico”, si lo aconsejable es un gobierno republicano).

Profundicemos en las razones de Santo Tomás de Aquino favorables a la monarquía como mejor forma de gobierno “en absoluto”:

1° En primer lugar es necesario destacar con claridad la preeminencia que a la monarquía confiere su esencial unidad. Preeminencia que Santo Tomás ha establecido con una demostración de carácter metafísico”11. Parte de esa demostración (que se funda en hechos y no es por tanto una “demostración racionalista”, aunque sí una demostración “racional”) la encontramos en el De regimine principum, expresada del siguiente modo (la redacción en base a los argumentos tomista es nuestra, no se trata de una cita textual):

  1. El hombre es animal político y hace a su naturaleza el ser gobernado por alguien

  2. El gobierno puede ser de muchos o de uno

  3. El bien mayor de la comunidad es conservar la unidad y la paz, “que no es materia de consejo para el gobernante, como no es materia de consejo para el médico la salud del enfermo que se le confía” (De Regimine principum, Libro I, Cap. II, 12), aunque sí deban someterse a consejo los medios necesarios a tal fin.

  4. Es más útil el gobierno más eficaz en conservar la paz y la unidad.

  5. Y es evidente que mejor puede causar la unidad lo que en sí mismo es uno que lo que en sí mismo es múltiple.

  6. Además si muchos disienten entre sí no se puede alcanzar este fin.

  7. Por otro lado, todo en la naturaleza obedece a un solo principio, y si el arte imita a la naturaleza, el mejor régimen en la comunidad humana es el monárquico.

Estas explicaciones de Santo Tomás – según nuestra interpretación – no implican que en todas y cada una de las cuestiones de gobierno, el monarca actúe sólo, sino que se garantice una superior instancia de unidad encarnada en una persona. De hecho en las monarquías medievales, los reyes gobernaban asesorados por sus Consejos y limitados por los Parlamentos. Y la mayoría de las decisiones importantes, se tomaban en acuerdo con dichos asesores y representantes. Pero había asuntos reservados a la última decisión del monarca.

2°. Pero, descendiendo a un plano más concreto, en su aplicación a la ciudad humana,– prosigue Demongeot – es decir, el gobierno como conductor de la ciudad humana hacia la vida virtuosa, fin propio de éste (…)” hay dos argumentos más de Santo Tomás en favor de la monarquía y ahora también de la aristocracia:

  1. La superioridad que confiere a la monarquía y a la aristocracia su ordenación directa a la virtud (…)

  2. Además, el punto de vista de la paz (…), en definitiva, más importante que el de la justicia distributiva. La paz (…) resulta de la justicia general, la cual es superior a la justicia distributiva y debe tener la primacía en caso de conflicto”.12

Esta preferencia por la monarquía, aunque no siempre por las mismas razones (ni bajo el mismo tipo de monarquía), parece recorrer buena parte del pensamiento occidental, tanto del tradicional como del moderno. Respecto de este último nos dice Bobbio: “Los grandes escritores políticos que con sus reflexiones contribuyeron a dar cuerpo a una verdadera y propia doctrina del Estado moderno son preponderantemente partidarios de la monarquía, Bodin, Hobbes, Vico, Montesquieu, Kant y Hegel”13, agregando más adelante el nombre de Locke 14. Por su parte, los continuadores del pensamiento tradicional han sido monárquicos o admiradores de la monarquía. Piénsese en Burke, Rivarol, De Bonald, De Maistre, Donoso Cortés, Vázquez de Mella, Maurras, Maeztu, Wilhelmsen o Molnar. Entre los próceres argentinos que simpatizaron con la monarquía por razones de realismo político (no ideológicas ni oligárquicas) podemos recordar los nombres de Belgrano o San Martín, mientras que el federalismo “apostólico” (Anchorena, Rosas) sostuvo un orden republicano empírico pero con ciertos rasgos monárquicos.

El mejor régimen en concreto

Vista en abstracto la superioridad de la monarquía, vamos a descender al plano de las realidades contingentes, pero de aquellas que se dan en toda comunidad política, sin entrar todavía en el estudio del caso argentino. Siendo verdadero que – dada la inmensa complejidad de lo real – no es posible un régimen “puro” (exclusivamente monárquico, aristocrático o republicano) parece válida la tradicional doctrina del “régimen mixto” (defendida, entre otros, por Herodoto, Platón, Aristóteles, Polibio, Cicerón y Santo Tomás), con las aclaraciones que oportunamente haremos.

El “regimen mixto”, como bien explica Demongeot, no es cualquier mezcla de los tres principios (monárquico, aristocrático, popular), sino una síntesis proporcionada que configura en realidad un régimen nuevo: “Un régimen mixto, por consiguiente, debe tener normas de organización tomadas de los diversos regímenes simples. Pero debe ser, con relación a estos tipos, un régimen nuevo que tenga su fisonomía propia. Por tanto, no puede bastar una selección arbitrara de reglas tomadas de aquí y de allá. Es menester combinarlas, engarzar esas reglas entre sí de modo que se obtenga un régimen viable (…) Se trata de una cuestión de dosis, de proporción. Un buen régimen mixto debe ser una combinación armoniosa de regímenes diferentes. Esta combinación no consiste en tomar una cantidad igual de instituciones de cada uno de esos regímenes, sino en elegir las instituciones esenciales de éstos y no meros detalles sin importancia (…) Lo necesario es que el régimen mixto sea por esencia una combinación de principios más bien que de instituciones”15. Dicho esto, cabe profundizar un poco más, para mejor entender el punto que estamos analizando:

  1. Según cuál sea el principio que prime dentro del régimen mixto “concreto”, éste será monárquico, aristocrático o republicano (aunque contenga aspectos de los otros dos). Así, lo explicaba Julio Irazusta, comentando su artículo sobre “La forma mixta de gobierno”: “Entre varias otras cosas decía allí que éste (el régimen político) debía tener un jefe unipersonal, cualquiera fuese su nombre, de monarca o de presidente; una minoría asesora, nobleza hereditaria o clase dirigente abierta al mérito nuevo; y un pueblo capaz de comprender un programa nacional, y de cooperar a su realización; y que sin esta colaboración popular el éxito era imposible. Más adelante desarrollé en varios libros esta tesis: que de los factores que componen el hecho político, y que nunca faltan en la organización estatal afortunada, cualesquiera sean las diferencias de forma que de una a otra existan, es difícil que todas exhiban en todas partes la misma eficiencia. En cualquier país, el gobierno digno del nombre, es fruto de la colaboración entre aquellos tres elementos de que hablé en 1928. Cuando falta uno de ellos, la experiencia fracasa y sobrevienen la anarquía, la decadencia o el estancamiento. Cuando todos cumplen, el resultado es una gran empresa colectiva, cuyos rasgos históricos se empiezan a estudiar como materia de ciencia política. La concurrencia de los tres factores que hemos llamado indispensables en las experiencias felices no quiere decir que en todas se combinen del mismo modo. Fuera de los altibajos que en la sucesión de los tiempos se producen en la vida de una familia, una clase, una sociedad, estas últimas definen su vocación política o sea el estilo de convivencia que más se acomoda a cada una de ellas, según sea el caudillo, o la minoría asesora, o el pueblo, quien mejor cumple la función que le corresponde. La diferencia es de grados, no de esencia, cuando se trata de hechos políticos. Pues repito que considero indispensable la concurrencia de todos ellos a un éxito cabal. Más aquélla permite apreciar disposiciones colectivas diversas: de la masa a confiar en una dinastía o en una clase dirigente benéficas o a controlar celosamente las decisiones del jefe ejecutivo; de la aristocracia a mandar o a asesorar y servir; del jefe unipersonal (dinástico, aristocrático o popular) a consultar lo preciso o demasiado. Y según sea el matiz de esa disposición se tendrá una monarquía, una aristocracia o una república”16

  1. En segundo lugar hay que recordar que en todos los gobiernos quienes en realidad mandan son minorías y no mayorías (desde esta perspectiva, república no sería el gobierno de la mayoría, sino aquel en el que la mayoría elige a la minoría que va a gobernar, hecho reconocido en la teoría de la democracia representativa). Como es bien conocido, en lo que se refiere a este punto, la tesis fue defendida por Maquiavelo y Rousseau, y estudiada desde la sociología por Weber, Ostrogorski, Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y Roberto Michels. La crítica de Runciman a los tres últimos no refuta la idea principal, sino en todo caso su presunta originalidad.17. La preponderancia de las elites se da tanto en contextos republicanos/democráticos como monárquicos. Así, respecto de la democracia, son conocidas las teorías elitistas de la misma: “existe un hilo conductor que, partiendo de Weber, llega a las actuales teorías económicas de la democracia que proclaman a Schumpeter como uno de sus patriarcas, pasando por los clásicos de las elites (Mosca, Pareto y Michels) y los sociólogos empíricos partidarios de una teoría elitista de la democracia (Dahl, Sartori, Almond y Verba, Lipset, etcétera)”18. Lo mismo (la función indispensable de las minorías y la natural coexistencia de ésta con un jefe y con un pueblo que acompaña) se ha dado en contextos monárquicos. Por lo tanto, lo malo no es que gobiernen minorías. De hecho no puede darse otra cosa, y esto ha sido reconocido – al menos parcialmente – hasta en el marxismo, por lo menos en las interpretaciones de Lenín o de Gramsci. Lo importante es que esa minoría sea una minoría representativa, legítima, patriota. Lo que no sirven son minorías oligárquicas, plutocráticas, timocráticas, partitocráticas o tecnocráticas. Pero sí monorías virtuosas y capacitadas, servidoras del bien común.

  1. Esta realidad “empírica” no quita validez a la teoría ético- filosófica del régimen mixto como el “mejor”, porque de hecho éste puede ser vicioso (si es combinación de elementos impuros o incompatibles) y por lo tanto contrario al bien común, o virtuoso (la síntesis de monarquía, aristocracia y república de los clásicos) y en consecuencia favorable al mismo. De allí que por esta razón – según Demongeot – “Santo Tomás niega al régimen elaborado por Platón el carácter de verdadero régimen mixto, porque ‘no contiene más que elementos oligárquicos y democráticos y de hecho se aproxima mucho a la oligarquía’.” 19 Régimen mixto en sentido clásico es pues, régimen virtuoso, que permita alcanzar el bien común, no cualquier tipo de combinación de “líder, minoría y pueblo”.

El mejor régimen dadas las circunstancias de la Argentina

Veamos ahora, cuál sería el mejor régimen teniendo en cuenta la historia, la tradición y las condiciones actuales de nuestro país (lo que según Sampay sería el objeto propio de la Teoría del Estado)20. Dado que el mejor régimen debe ser mixto; que además hay que fortalecer, sino la forma, sí el principio de la monarquía (porque hace a la síntesis necesaria del mismo con los principios aristocrático y republicano, y a la excelencia intrínseca que de suyo tiene); y que por otra parte debemos tener en cuenta las circunstancias propias de la Argentina, ¿cuál sería entonces la forma de gobierno más adecuada para nosotros?

El examen de la realidad histórica, cultural, sociológica, económica y hasta religiosa de la Argentina parece indicar lo siguiente:

  1. Una clara tendencia al caudillismo, que expresa la supervivencia del principio monárquico, tanto por las razones de orden natural expresadas anteriormente, como por otras de carácter histórico- cultural. Estas últimas estarían relacionadas con factores como los siguientes: los tres siglos de monarquía española vigentes en América 21 (y la huella que eso habría dejado en la población de origen criollo); los hábitos colectivos que puedan haber sobrevivido de la antigua monarquía incaica o de otros grupos aborígenes con tradiciones de mando unipersonal (sobre todo en las clases bajas); y las tendencias similares presentes en descendientes de italianos y de otras colectividades de inmigrantes. Para pensadores y políticos liberales y/o socialdemócratas esto sería un rasgo negativo de nuestra cultura, una herencia autoritaria. Nosotros creemos que el caudillismo en sí mismo – como tendencia sociológica- no es ni bueno ni malo. De suyo es simplemente un modo de concretar la necesidad universal de mando y que no necesariamente debe tener una connotación negativa (por ej. demagógica). Poner ejemplos históricos siempre es complicado, pero para que esto se entienda, podemos decir que no es legítimo equiparar el liderazgo de caudillos honrados como Artigas o el Chacho Peñaloza, con otros de moral maquiavélica como Perón. De todos modos, en cuanto a los peligros, entendemos que estos se dan cuando el líder no tiene contrapoderes sociales ni limites jurídicos y éticos. Pero ejercido en función del bien común, guiándose por el principio de subsidiariedad y respetando las libertades concretas de los grupos infrapolíticos, no vemos que necesariamente el caudillismo, el ejercicio paternal – no paternalista – del poder, sea contrario a la justicia o nos lleve inexorablemente hacia un Estado totalitario. Esta tendencia popular al caudillismo fue, como se sabe, advertida por Alberdi, al recomendar en consecuencia de la misma, la adopción de un Poder Ejecutivo Fuerte (limitado por la Constitución), lo que hoy llamaríamos un sistema presidencialista y que – como veremos – permite encauzar el caudillismo, dando a nuestro régimen político un perfil más “histórico- tradicional” en este punto y mantener dentro de un régimen republicano, el necesario principio monárquico a que hicimos referencia con anterioridad. Pero eso exige de todos modos, algunas correcciones, frente a la distorsión que el gobierno unipersonal (no confundir con absolutista o dictatorial) sufre por la división de poderes racionalista y la falta de límites reales provenientes de una representación orgánica.

  1. La segunda característica que nos parece necesaria destacar es la existencia en la Argentina, de un mayor sentido del interés nacional en el pueblo que en la clase dirigente, lo que explicaría la conveniencia para nosotros de un gobierno republicano. Decía Irazusta: “Nuestro pronunciamiento a favor de la república en la Argentina, hecho en el título de la revista que publicamos desde 1927 hasta 1931 era fruto del empirismo organizador aprendido en Maurras, como en los filósofos políticos de la antigüedad, la edad media y los mejores modernos. Ella era para nosotros un complejo que se define por su mejor cualidad. O sea que ella era viable como forma de gobierno deducida de una experiencia feliz, llevada a cabo por un pueblo en que el elemento popular mostró hábitos mejores y erró menos que los jefes o las altas clases en cumplir sus deberes respectivos, en los varios siglos de existencia que se pueden atribuir a la comunidad argentina (…) El pueblo rioplatense, colonial e independiente, siempre fue más capaz de comprender los programas de engrandecimiento nacional que sus dirigentes de proponérselos, o de realizarlos por iniciativa propia. Esta conclusión fue alcanzada por mí luego de dilatado estudio de nuestra historia”.22 Adrede hemos buscado apoyar esta tesis en un historiador como Irazusta, ya que nadie podría advertir allí una postura populista (su concepción republicana difiere esencialmente de la sustentada por otros revisionistas como José María Rosa o Arturo Jauretche) ni de ser contraria a la necesidad de una genuina aristocracia (a la que, como se ve, considera necesaria). Pero lo que la experiencia política y el estudio del pasado nacional le enseñaron fue que las clases dirigentes argentinas pocas veces estuvieron a la altura de lo que el bien común demandaba. Nosotros constatamos lo mismo y la opinión es aceptada por la mayoría de los historiadores revisionistas, al menos los más representativos (Irazusta, Palacio, Sierra, José María Rosa, Federico Ibarguren). Esto nos obliga, naturalmente, a trabajar por la formación de una minoría patriótica, cristiana y con verdadera capacidad para el mando, pero al mismo tiempo desaconseja que confiemos en gobiernos “aristocráticos”, pues en nuestro caso no serían tales, sino simplemente oligárquicos. Nuestra historia parece corroborar esto: por una lado la “decadencia de la clase dirigente argentina”, de patriciado en oligarquía y de oligarquía en partitocracia; y por otro, el mayor arraigo de corrientes políticas tradicionalistas en el pueblo que en las elites. Por caso, el federalismo de Rosas o vertientes sino tradicionalistas, sí de un perfil más o menos “nacional y cristiano” (al margen de sí finalmente resultaron ser o no lo que prometían), como el conservadorismo alsinista, el radicalismo yrigoyenista y el primer peronismo. No por casualidad, las mejores iniciativas de todas estas corrientes tuvieron en las “minorías ilustradas” del país (de derecha liberal o de izquierda) a sus principales oponentes. Por otro lado y dejando de lado el proyecto monárquico de San Martín (verdaderamente patriótico), la mayoría de los planes “monárquicos y aristocráticos” del siglo XIX, estuvieron asociados entre nosotros al liberalismo iluminista y a tentativas extranjerizantes. De allí que el federalismo fuera desde sus inicios “republicano”, menos por convicción (salvo en algunos dirigentes) que por empirismo político (como se advierte en las preferencias “republicanas” de un pueblo que nunca había puesto en duda la legitimidad de la monarquía), y en el pensamiento de jefes del Partido Federal como Anchorena y Rosas. Esta transformación de nuestro viejo e hidalgo patriciado en oligarquía aburguesada y liberal ha sido estudiado por la mejor historiografía revisionista (no nos referimos a la de orientación clasista o abiertamente marxista, sino a la católica y tradicional). Dicha oligarquía fue la que gobernó luego en el llamado “orden conservador”, como también en varios regímenes militares (al menos en sus vertientes liberales), siempre bajo el signo de la extranjerización, la injusticia social y, generalmente, el laicismo (o el catolicismo liberal). La alternativa a dichos elencos no ha sido la de una genuina aristocracia, sino la del populismo o la partitocracia. Por eso, la declinación de las auténticas elites es tal vez uno de los más graves problemas de la Argentina. La aristocracia siempre ha sido garantía de libertades concretas y su concurso es indispensable para equilibrar – sobre todo en un régimen republicano – el peso del jefe unipersonal y del pueblo. Uno de los grandes desafíos argentinos es entonces la formación de dirigentes capaces y virtuosos que conformen la “aristocracia” de una verdadero gobierno republicano. 23 El patriotismo más acentuado del pueblo parece aconsejar una forma de gobierno republicana, naturalmente bajo modalidades de participación que respeten la justicia distributiva. Pero la necesidad del gobierno mixto exige que trabajemos en garantizar el principio más descuidado en nuestra historia: el aristocrático. Todo en orden a instaurar una república o democracia orgánica, jerárquica y tradicional, que impida caer en la “república liberal y mercantil” (oligárquica) o en la “democracia de masas” (populista y clasista).

  1. La tercer característica es la existencia en el pueblo argentino, de rasgos corporativos tradicionales, de instituciones que – al no ser reconocidas constitucionalmente en la función representativa que les cabe – tienden a expresarse de modo inorgánico, como grupos de presión, y a confundirse con las llamadas ONG’s que poco o nada tienen que ver con lo que es en realidad una corporación (intermedia o no). Se podrá decir que eso es común a toda comunidad política, pero lo decimos como constatación de una resistencia más arraigada entre nosotros a que se encasille la realidad política en los moldes del racionalismo individualista. De allí el desasosiego que esto produce en liberales y socialistas vernáculos, y el aprovechamiento del fenómeno – en sentido contrario muchas veces al bien común – por parte de las fuerzas demagógicas. En la Argentina tienen el carácter de corporaciones tradicionales, por razones históricas más antiguas o más recientes, la Iglesia Católica, las Fuerzas Armadas, la Universidad, los gremios representativos del Campo, la Industria y el Trabajo, las Provincias y los Municipios (de estos grupos infrapolíticos de carácter territorial, fundacionales de la Patria muchos de ellos, se desprende la conveniencia del federalismo como forma de estado). Las instituciones hispánicas reconocían de algún modo la función de estos organismos en las Cortes (al menos las Cortes provinciales) y en los Cabildos abiertos. La Constitución del 53 los ignoró, según el modelo individualista que inspirara a muchos de nuestros constituyentes. La política argentina desde 1930 hasta 1983 pareció reconocerles otra vez un cierto rol – pero sin ordenarlos jurídicamente y dando por tanto lugar a confusiones entre gobierno y representación, con lamentables distorsiones como las que significaron la “patria sindical”, la “patria militar” o la “patria financiera”-. Y finalmente, el período que va de 1983 hasta la actualidad se ha caracterizado o bien por el intento de reemplazar las corporaciones por la partitocracia, o bien por el “falso corporativismo” de las ONG’s, en el intento de dar supremacía a lo que se llama con terminología hegeliana, la “sociedad civil”.24 Pero más allá del orden natural que exige la existencia de estas instituciones, es un dato histórico y sociológico que la Argentina tiene una fisonomía corporativa tradicional. Esto no parece ser punto de polémica, lo que sí sucede cuando se trata de valorarla positiva o negativamente 25.

Conclusión

Teniendo en cuenta estas características, parece razonable sostener que el mejor régimen para la Argentina debería ser una democracia orgánica y jerárquica, presidencialista, federal y descentralizada, con un sistema de elección indirecta y con representación corporativa. En definitiva, un orden político que sintetice de modo equilibrado la participación popular (principio democrático) con el caudillismo (principio monárquico) y una minoría virtuosa que reemplace a las oligarquías de distinto signo que nos han gobernado hasta el presente. De cualquier manera, un mero “cambio formal” en el régimen republicano de nada serviría – como advirtieron oportunamente los hermanos Irazusta -, si los dirigentes siguen siendo los mismos. No se trata pues de instaurar por decreto el corporativismo o el mandato imperativo, sino de ir restaurando el tejido social desde abajo – formando buenas familias, revitalizando la vida municipal, defendiendo y renovando nuestra cultura hispano- criolla, despertando vocaciones de liderazgo, en síntesis, “nacionalizando y cristianizando” la entera comunidad política – para que las reformas institucionales sean el fruto natural de una restauración genuina y no un mero engendro racionalista con ropaje tradicional

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1 Para una perspectiva histórica del desarrollo constitucional argentino, desde una concepción similar a la que seguimos nosotros, cfr. Héctor B. Petrocelli, “Historia constitucional argentina”, Editorial Keynes, Rosario,1988 y los anexos respectivos.

2 Aristóteles, “La Política”, Libro VI (IV), Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970, págs. 167-168

3 Aristóteles, op. cit en nota 2, pág. 168.

4 Roldán, Luis, “Proyecto político para la patria cristiana”, Revista Verbo N° 326- 327- 328- 329, Año XXXIV, Sept-Oct-Nov-Dic-’92, pág. 212.

5 De Jouvenel, Bertrand, “Los orígenes del Estado moderno”, Ensayos ALDABA, Toledo, 1977, págs. 420- 421.

6 Puy, Francisco, “Federalismo histórico tradicional, federalismo revolucionario y cuerpos intermedios”, en “Contribución al estudio de los cuerpos intermedios” (Actas de la VI Reunión de amigos de la Ciudad Católica), Madrid 28- 29 de Octubre de 1967, Speiro, 1968, págs. 133- 151

7 Aristóteles, op. cit, en nota. 2, págs. 166-167

8 Demongeot, M, “El mejor régimen político según Santo Tomás”, BAC, 1959, pág. 130.

9 Demongeot, M., op. cit. en nota 10, pág. 122.

10 Demongeot, op. cit. en nota 10, pág. 126.

11 Demongeot, M, op. cit. en nota 10, pág. 125.

12 Demongeot, op. cit. en nota 10, págs- 123- 126.

13 Bobbio, Norberto, op. cit. en nota 5, pág. 148.

14 Bobbio, Norberto, op. cit. en nota 5, pág. 200.

15 Demongeot, op. cit. en nota 10, Págs. 146- 147

16 Irazusta, Julio, “Estudios histórico- políticos”, Ediciones Dicio, Bs. As, 1974, págs. 192- 193

17 Cfr. Llerena Amadeo, Juan R. y Ventura, Eduardo, “El Orden Político”, A-Z Editora, Bs. As. 1991, pág. 554- 570.

18 Cfr. VV.AA, “La democracia argentina, 10 años después”, publicación conjunta de la Universidad Austral y de la Fundación Hanns Seidel (escrita por Marcelo Camusso, Hugo Dalbosco, Damián Fernández Pedemonte y Matías Munárriz), Bs. As., 1993.

19 Demongeot, op. Cit. en nota 10, pág. 10.

20 Sampay, Arturo, “Introduccción a la Teoría del Estado”, Bs. As, 1961.

21 Sobre la noción de monarquía tradicional (no absolutista) en la tradición española, cfr. Vázquez de Mella, “El tradicionalismo español- Ideario social y político”, Estudio preliminar y notas de Rafael Gambra, Ediciones Dictio, Bs. As., 1980.

22 Irazusta, Julio, op. cit. Págs 193- 195.

23 Para un análisis atinado de esta decadencia y posibles soluciones cfr. Castellani, Leonardo, “Fuerzas Armadas, Clero y Clase dirigente”, en “Un país de Jauja- Reflexiones políticas”, Ediciones Jauja, Mendoza, Argentina, 1999, págs. 156-166.

24 Sobre esta confusión recomendamos leer la conferencia del Arq. Patricio Randle titulada “La hegemonía de la sociedad civil hoy”, publicada en la Revista Verbo, N° 326-327-328-329, Año XXXIV, Sept.- Oct- Nov- Dic-. ’92, págs. 57- 69.

25 Para un análisis de la situación de las corporaciones y de los partidos políticos en la Argentina (desde 1930 hasta poco después de la restauración democrática del 83), cfr. VV.AA, “La democracia argentina 10 años después”, págs. 33-43.


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