La obediencia es un cuento del tío (según Castellani)

Filosofía-Política

por Adrián Bet

Respecto de la cuestión de la autoridad en la Iglesia, como parece signo de los tiempos, vivimos en una gran confusión, que va desde posturas tan diversas como el mero desconocimiento de la autoridad hasta la doctrina jesuítica de la obediencia ciega.

Hay una obra del padre Castellani: El Ruiseñor fusilado, que trata el caso del Padre Jacinto Verdaguer, un sacerdote perseguido por la autoridad eclesiástica que, a la postre, era su tío. En el capítulo 7, Digresión sobre la obediencia, analiza esta virtud partiendo de la premisa ignaciana, que él tan bien conocía por haber pertenecido a la Compañía. Estimo que esta reflexión del Padre pueda esclarecer bastante el asunto. En tal caso, extraigo algunos párrafos del capítulo citado. El libro es fácil de encontrar en la web.

En principio, Castellani analiza la premisa ignaciana: «Es conocida y famosa en la literatura ascética la Carta de la Obediencia de San Ignacio de Loyola. Es una especie de tratadito apologético de esta virtud a los Estudiantes Jesuitas de Coimbra, impregnada de una vehemente exhortación. Escrita por Luis de Polanco, género retórico, sin errores teológicos, por supuesto, pero sin la teología completa de esta virtud; la cual no era su fin, desde luego. No es un “escrito científico», sino oratorio, exhortatorio. Con ejemplos, ponderaciones y discursos trata de la excelencia de esta virtud, a la cual llama «ciega»; y da medios para practicarla […] Mas la «carta» no define el fin específico de la virtud de la obediencia, su esencia filosófica, ni su dependencia de las otras virtudes […] La expresión “obediencia de entendimiento” es metafórica y no exacta. La obediencia es una virtud de la voluntad y su sujeto no puede ser el entendimiento. Obediencia de entendimiento sólo puede significar obediencia en la que (por justas razones o sin ellas) se suspende el ejercicio del entendimiento. En suma, la voluntad puede hacernos cerrar los ojos; pero no puede hacer que veamos árboles azules o ranas con pelos, a ojos vistas.»

Luego define tres tipos de ejercicio abusivo de la autoridad in crescendo: «Hay hombres que abusan de la autoridad […]Teniendo pocos dones de mando, pocas luces o poco prestigio o poca energía y constancia, en suma, poca aptitud nativa, y estando (indebidamente, por cierto) en puesto de autoridad, para mantenerla no tienen más remedio que exagerarla […] El segundo tipo es más de temer, el prepotente. Ha sido ganado por el deleite de imponer su voluntad, que es un deleite como cualquier otro, y aún mayor que otros […] El tercer tipo de hombre que abusa de la autoridad es el perverso, el que destruye para tener la sensación de que él es dueño, de que él es más; es decir, en el fondo, de que es Dios: porque es el vicio capital de la soberbia lo que está aquí en el fondo.»

De lo que concluye que obedecer puede no ser una virtud: «No sería virtud alguna obedecer a un loco, evidentemente: como no lo es dejarse guiar por un ciego […] Obedecer a un enemigo sería locura: porque un enemigo quiere destruirme. Sería suicidio. De modo que cuando surgen en un claustro oposiciones, animosidades personales y rencores —que pueden llegar al odio profundo—, hablar de obediencia o desobediencia es el cuento del tío.»

Luego, define en que consiste: «La virtud de la obediencia no puede existir sino dentro de la caridad y junto a la prudencia. La caridad es el núcleo central del cristianismo —amar a Dios y amar al prójimo— y debe iniciar, acompañar y coronar todas las virtudes. Lo malo en el fariseísmo —que es substracción de la caridad— es que conserva las formas y las palabras de ellas […] El discípulo obedeciendo al maestro empieza a participar de la ciencia del maestro, sabiendo lo mismo que él por autoridad antes que por propia visión —y en orden a la propia visión: sabiduría incoada. El soldado obedeciendo al general participa del plan de campaña, que él no sabría hacer; y así el obrero al arquitecto, el peón al ingeniero, etc. Este es el fin y el bien de la virtud de obediencia. Este es el «valor» que está encerrado en ella, como dicen los filósofos de hoy.»

Luego define que cierta “obediencia” es en verdad disciplina: «Si arriba no hay sino necedad, ignorancia o maldad, cesa el objeto formal de la obediencia, desaparece ella y aparece a lo más la «disciplina», que no es lo mismo: se somete uno entonces por otra razón formal. La disciplina no pertenece a la virtud de la religión, sino al grupo de la paciencia o la templanza.»

Algunos sostienen que el discurso del P. Castellani parte de un error fundamental: «decir que la voluntad no puede mover el entendimiento. Eso implicaría, necesariamente, eliminar la posibilidad de la virtud de la fe, porque el acto de fe consiste precisamente en eso: en que la voluntad mueva al entendimiento a afirmar una verdad de fe revelada. Ese movimiento es, literalmente, el que presenta la Carta de la obediencia. Ese movimiento sería imposible, si el entendimiento ya está fijado por la evidencia, sobre todo por la racional, o por la certeza propia de la fe. Por eso, la obediencia sólo puede darse sobre materias oscuras o discutibles, que, por otro lado, son las más habituales de la vida.»

Contra esto, habría que decir que el Padre no entra en la cuestión que se le achaca, no niega que la voluntad pueda mover al intelecto, que es factible —tanto como el intelecto a la voluntad—, sino que la obediencia no depende del intelecto, sino de la voluntad, aunque no exige su suspensión. Así, la dicotomía es sólo aparente.

En segundo término, según la citada postura, necesariamente se debería aplicar también la «obediencia ciega» a cualquier poder lícito, inclusive el civil, porque esencialmente todo poder proviene de Dios. Habría que imaginar las nefandas consecuencias de exigirle, en esta época impía, a los católicos obedecer ciegamente al poder civil, suspendiendo su intelecto.

Tampoco se debería aplicar análogamente el mecanismo de la fe sobrenatural, a la fe natural, propia del que obedece respecto de su superior. Para que esto fuera consistente, requeriría necesariamente la infalibilidad del que manda.

Es posible que en una orden militarizada como la Compañía de Jesús se exagere el concepto de obediencia, por fines más bien operativos, útiles y eficientes para la organización, pero no es posible extenderlo a toda autoridad, en mi opinión, ni siquiera la eclesial.

Repitamos, entonces, parafraseando a lo dicho por Castellani: «Seguir a un necio es locura y, a un perverso, suicida». Si suspendemos el intelecto, ¿cómo discriminar al necio o al perverso del buen superior? Por eso, con él repetimos: «Cuando no hay caridad, la obediencia es un cuento del tío».

Dios los bendiga y la Santísima Virgen los guarde. 

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