Policía bueno y policía malo o por qué todo termina mal en la Argentina

Filosofía-Opinión-Política

por Adrián Bet

Marx apuntaba, siguiendo a Hegel, que la historia se repite dos veces: primero como tragedia, luego como farsa. Parece que la Argentina contradice esta observación pues, en primer término, la repetición es constante y, en segundo, uno no termina de comprender cuando es tragedia o cuando farsa. Lo que tiene claro, es quienes son los cómicos.

Si se observa la historia de los últimos cien años, hay una permanente basculación entre procesos políticos partidarios del estado de bienestar —welfare state— y otros del estado liberal —neoliberals o neocons—, en períodos que van más o menos entre los 4 y los 16 años, salvo unas pocas “primaveras”. Esto es debido fundamentalmente a la falta de políticas estructurales que trasciendan cada ciclo en favor del bien común, más la propia oscilación de la política internacional, principalmente la atención que presta EE. UU. a nuestra política interna. Argentina, a primera vista, parece un monstruo que mutatis mutandis enloqueció para caer más profundo.

En el fondo, no es tan así. La diferencia entre ambos bandos tiene exagerada publicidad: los primeros son partidarios de la economía social, desarrollismo o populismo, los segundos de la economía corporativista, liberal o de “libre mercado” como si esto no fuera una mera expresión de deseo. Más allá de las particularidades de cada régimen: aquellos agrandan el estado, nacionalizan las empresas y son asistencialistas; estos privatizan, favorecen la libre circulación de moneda extranjera y restringen el consumo.

Aunque los unos presentan a los otros como demonios, al alejarnos del discurso pour la galerie, se parecen más de lo que difieren: Tienen la misma clase de socios, comparten los mismos clubes y restaurantes, pero sobre todo implementan políticas que hacen que la distribución de la renta se polarice en forma estructural y sostenida, como muestra el índice Gini a lo largo del tiempo. Más claro, cambian la distribución de riqueza; lo que hace que los ricos sean más ricos —y menos—, y los pobres más pobres —y más—. Las tan promocionadas mejoras sociales o ajustes rabiosos son coyunturales, siempre implican una mayor carga para los pobres o la clase media, expresada en: más impuestos, desocupación, inflación, deuda externa, fuga de fondos, cuando no corrupción.

Ambos tipos de gobierno se engendran cíclicamente como necesario complemento, aunque los nombres de los partidos, los eslóganes y las coaliciones cambien. El estado liberal, que liquida los activos y contrae deuda, no sería posible sin el estado benefactor que agranda el gasto público sin generar políticas sustentables, y viceversa.

Cada ciclo se divide en cuatro períodos —de uno a cuatro años—. El primero de “enamoramiento” o “recomposición”, donde el pueblo debe sacrificarse y firmar un cheque en blanco al gobierno. El segundo de “plata dulce” o bienestar coyuntural, que permite al gobierno ganar la siguiente elección. Normalmente, esto es debido al ingreso de dinero del exterior por préstamos, exportaciones inusuales, venta de patrimonio público o una cosecha extraordinaria. El tercero de “fallas en el modelo” o irrupción profunda de la crisis, donde el gobierno se desacredita y empieza a aplicar medidas paliativas que sólo agrandan el problema. El cuarto de “fin de fiesta” o crisis terminal que, de acuerdo a la gravedad y velocidad, el gobierno hasta puede caer antes de tiempo. En este último periodo, se exacerban los hechos de corrupción y de destrucción calculada; pues el gobierno saliente cuenta con poco tiempo.

Estos ciclos de alternancia se repiten desde comienzos del siglo XX hasta acá. En esta sociedad centenaria entre centro-derecha y progresismo de tercera posición, pasamos por etapas de dos o cuatro elecciones. Esto se expresa en motivos o eslóganes siempre similares— de la intención de voto: «Elijo creer», pasando por: «No hay que cambiar el caballo a la mitad del camino»; y la de: «Ya te di la confianza, ahora quiero plata»: para llegar a: «Estoy harto, hay que meter oposición para que frene la crisis», y así empezar de nuevo.

En todo este camino, sobre todo antes de la votación por la reelección, el oficialismo va a vender hasta los calzones de la abuela, dilapidar las reservas o endeudarse hasta las verijas. Posiblemente, impulse una «bicicleta financiera» para complacer por un tiempo a la voraz clase media sedienta de dólares, viajes y electrodomésticos, tanto como a los “inversores buitres” que se llevan la parte del león fuera del país. La oposición, en los primeros periodos, será conciliadora y democrática, a medida que llega el final del ciclo adoptará tendencias sediciosas para acarrear agua para su molino. El oficialismo, para justificar la crisis endémica, culpará a la herencia recibida, la oposición irresponsable, las industrias locales, los trabajadores, los jubilados, los comerciantes y hasta la forma de votar, pero rascará hasta el fondo de la olla para llevarse lo más que pueda, incluso hasta producir una crisis terminal como en el 2001.

¿Pero quiénes son los que ganan con esta lucha aparente?: los financistas —generalmente la banca extranjera—, los contratistas —que realizan obras públicas—, los concesionarios —que adquieren el patrimonio nacional barato, lo vacían y lo venden caro al final del ciclo— y, por supuesto, siempre la clase política que se enriquece con cohecho y negocios multimillonarios. Se advierte, sobre todo en las transiciones, que ambos bandos son socios en gran cantidad de negocios. Terminados los mandatos, es casi imposible que un dirigente importante caiga en desgracia. Por más que se ventile con grandes voces, ­suspicazmente casi nadie va preso. También muchos cambian de bando, o se acomodan a los nuevos tiempos como una “oposición responsable”. Sólo considerar esto, deja claro, que pertenecen a la misma élite que se autopreserva.

En la ponderación no hay que desdeñar el influjo que ejercen las fuerzas globalistas. El hecho puro y duro es que nuestra nación está cada vez más endeudada y dependiente de la usura del conglomerado de las finanzas internacionales. Esto redunda en una independencia cada vez más débil, una exacción creciente de los recursos naturales y una incidencia creciente de poderes foráneos sobre las fuerzas políticas. Pareciera que vamos camino a perder como nación y como individuos todo rastro de libertad económica. A este paso, la gran mayoría dependeremos de las migajas de una renta universal, que será una herramienta para mantenernos dentro de este sistema de opresión sin resistencia. .

El problema es la ceguera. Ambas tendencias, con sus sendas alternativas electorales, se encuadran en el esquema ideológico de la modernidad, que nace en el Renacimiento y explota con la Revolución Francesa. Tal cosmovisión es profundamente antinatural, y termina por oprimir al hombre. Comienza apartándolo de la virtud para concluir sojuzgándolo hasta en los más íntimos pensamientos, como notamos, por ejemplo, a partir de las sectas feministas y LGBT+. La ideología moderna, en todas sus variantes, no tiene por fin el bien común, sino el poder por el poder mismo. Esto es algo que tenemos asimilado como pragmática natural, cuando es contrario a la naturaleza de la sociedad. En consecuencia, nuestra cooperación sólo agranda nuestro sometimiento.

Así, en la trastienda la clase política se distribuye los papeles de una obra de teatro en donde actúan dos policías, uno que hace de bueno y otro de malo, para inducir en el pueblo ciertos comportamientos que redundan en contra de sí. Por eso, en la Argentina todo termina mal, cuando no en hecatombe. Esto es la consecuencia necesaria de la dinámica del poder. Así repetimos la historia, como en un mal guion de telenovela.

De tal suerte, para el que sabe leer, la Argentina es un dramón tragicómico. Pero el pueblo elige olvidar —o creer— por eso de la selectividad emotiva de la memoria o, quizá, de la picardía criolla —que imagina salvarse mientras todo se hunde—.

Aquello que, en momentos de elecciones, apasionadamente defendemos es una farsa de mal gusto. Cuando veo tanto enojo, angustia o esperanza, me siento en un 28 de diciembre. Dios proteja de tal inocencia a los argentinos.

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