Tomando distancia

Opinión-Política
Un análisis crítico del retroceso de la libertad en ocasión de la candidatura de Javier Milei y la opción católica.

por el Prof. Ariel Villarreal

Resulta curioso que cada cuatro años, cuando el sistema democrático necesita reacomodarse, muchas personas desarrollan un síntoma de ansiedad y agobio que los maestros de la vida espiritual llamarían “solicitud terrena” y nosotros podemos llamar simplemente “desesperación”, siguiendo el acertado diagnóstico hecho por Eduardo Allegri y Sebastián Sánchez en la entrevista “Dialéctica de la desesperación” publicada en La Prensa1.

Mirado con realismo y sentido común, este tiempo no es sólo un tiempo más. Nos vamos aproximando a grandes acontecimientos que tienen un plazo bien marcado a nivel planetario por la llamada Agenda 2030 y nuestro país no está al margen de este proceso, por lo que muchos compatriotas no han dudado en describirlo como un tiempo decisivo para la política que viene, con esa peculiar convicción de estar en medio de una “batalla cultural” que plantea el urgente desafío de defender los últimos reductos de la civilización occidental frente al avance furioso del globalismo anticristiano que paulatinamente va destruyendo los últimos resabios de nuestra fe y tradición católicas. No hay dudas de que estos tiempos se parecen mucho a aquellos tiempos finales donde Cristo recomienda tener ánimo y levantar las cabezas (Lc. 21, 28.).

No podemos en un breve artículo explicar la relación filial que hay entre la cultura occidental y la cristiandad. Pero es suficiente señalar que, defender la cultura occidental es, sin más, defender la cristiandad. No es posible defender occidente porque haya tenido un cierto eclecticismo naturalista, por ejemplo, o por el escepticismo pirrónico que anidó alguna vez, o por la moral estoica que tanto ha inspirado a grandes personajes; como tampoco sería posible defender a Occidente porque haya sido pagano. Defender la cultura occidental –no hay otra para nosotros-, es defender las verdades eternas que fueron instauradas en la Cruz y sostenidas con la Espada, es decir la Cristiandad, aquel “tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados” que dijo el gran León XIII en la encíclica Inmortale Dei.

Por lo tanto, llamamos “Batalla Cultural” a la contienda que se ha dado, y se sigue dando, toda vez que la verdad es agredida o amenazada. Para dar batalla cultural se han fundado abadías, y junto a ellas “Escuelas abaciales” desde donde se enseñaban las “Artes Liberales”. Para dar batalla cultural se han fundado las Universidades en la vieja cristiandad europea. Para dar batalla cultural se han declarado las Cruzadas usando el brazo secular con el fin de constituir un ejército armado contra la verdad desarmada que se llamó “caballería”. Para dar batalla cultural, la Escuela de Salamanca fundó el Derecho Internacional allá por el siglo XV. Para dar “Batalla Cultural” España consolidó el imperio más grande de la cristiandad cuya fuerza expansionista cobijó en tierras americanas el auténtico celo evangelizador y civilizador que significó una verdadera epopeya en beneficio del progreso humano jamás repetido por otra cultura en toda la historia realizando el viejo sueño de la “ecúmene”. Y fue justamente gracias al cristianismo que conocimos los nombres de San Luis Rey de Francia, San Fernando III de Castilla, Alfonso IX, Carlos V, Juan de Austria, Godofredo de Bouillión o el gran Simón de Monfort; Santa Juana de Arco, Henri de la Rochejaquelein; el Beato Anacleto González Flores o San José Sánchez del Rio; incluso Gabriel García Moreno o Santiago de Liniers, y esa muchedumbre de héroes y santos, todos ellos nombres ajenos a la “tradición liberal” que no tuvieron la “obligación moral” de votar o usar el Sufragio Universal o los ideales de la Revolución para librar la única Batalla Cultural posible que se llamó Cristiandad.

No es nuevo esto de la “batalla cultural”. Sólo que, hoy día tiene un matiz más democrático y liberal. Pretender dar una batalla cultural desde el liberalismo es no dar batalla. Es renunciar a la batalla. Porque el liberalismo es la manera actual de no ser capaces de defender la verdad en un sentido comprometido, real y profundo, porque el liberalismo renunció a los fundamentos metafísicos que sostienen la realidad política, social, moral y religiosa. La “batalla cultural” librada desde el liberalismo democrático es un juego donde las reglas tienen que ser claras: todo se puede someter a votación con tal de que no se apliquen argumentos o principios teológicos que comprometan cuestiones trascendentales o de fondo. Ser liberal es lograr desarrollar esa sofisticada preocupación por la república sin necesidad de comprometer demasiado los propios principios. Para el liberalismo hay una regla suficiente sobre la cual desarrollar todo un ideal político sustentable: el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, la libertad y la propiedad privada. Todo lo demás es fundamentalismo “fachista”. La única regla moral que hoy se toma más o menos en serio es ese principio Iluminista que traducido dice: “mi derecho termina donde empiezan los derechos de los demás”, tremenda trampa ideológica que enreda la mente de los incautos bajo una ley moral susceptible de ser votada por las mayorías.

Ya conocemos el destino de esta moral relativista. De ella deriva necesariamente la consolidación de una auténtica dictadura que suprime a la persona humana en pos de una idea de sociedad progresista, abierta y plural, en diálogo con el mundo contemporáneo cada vez más desarrollado, tecnocrático y “transhumano” donde el único enemigo es el hombre mismo que infecta como un virus la corteza de la tierra provocando un peligroso desequilibrio climático, por lo cual urge detener su reproducción con mecanismos de control poblacional bien democráticos y humanistas. Así el hombre se vuelve dueño y señor de su propia naturaleza, tanto que puede decidir libremente interrumpirla, modificarla, manipularla y darle fin por medio de la eutanasia sin que nadie tenga potestad de impedirlo más que el principio de no agresión. Por encima de esta “sagrada ley” no hay potestad ni natural ni divina ni política capaz de someter el imperio del arbitrio humano puesto en el lugar de Dios.

El liberalismo defiende la Libertad, así con mayúsculas, que no es más que libertad de comercio y libertad de corrupción. Cuando se defiende a la persona humana se hace desde un prurito materialista considerando al hombre como parte de un todo subsumido en un sistema de consumo regulado por la ley de la oferta y la demanda. ¿No es eso acaso lo que se pretende con la creación del “Ministerio de Capital Humano” propuesto por Milei? Es cierto que Milei es pro-vida y defiende la vida naciente desde la concepción con razones filosóficas y biológicas suficientes, pero su conclusión respecto del valor de la persona humana no trasciende el plano del materialismo cuando se ve obligado, por fuerza de sus propios principios liberales, a decir que cada persona es libre de disponer de su vida sin otra regla más que la propia voluntad en conformismo horizontal con los deseos e impulsos regidos por el principio del placer. Por eso Milei no puede defender la moral en un sentido esencial y trascendente. Todo conduce una deserción explícita del Bien, la Verdad y la Belleza. La dictadura del relativismo, denunciada por el gran Papa Benedicto XVI es la consecuencia brutal del liberalismo que, lejos de estar en decadencia, está dando lo mejor de sí.

Como enseñó el P. Castellani, el liberalismo destruyó el mundo de la libertad porque primero descompuso el organismo espiritual que edificó la moral de occidente que es la Religión, que entendida teológicamente es el mismo Culto debido a Dios por el cual Cristo, Verdadero Dios y Verdadero Hombre es capaz de satisfacer por nosotros con su Muerte y Resurrección realizando la Redención, esto es La Santa Misa. Por eso, la decadencia de Occidente comenzó desde la ruptura del Nominalismo en el s. XIV, pasando por la Reforma Protestante en 1517. De allí hasta la Revolución Francesa, todo fue un golpe al corazón del Orden Social Cristiano, a la Fe, al Pensamiento y al Culto. Luego de esto cae la Vida Interior, las Instituciones, la Familia, las Leyes, la Filosofía, la Ciencia y el Arte, y ese arquitectónico modo de entender la vida que consistía en “jerarquizar” y no en “anarquizar”. Hoy vemos a muchos amigos que se entusiasman con la propuesta de una cierta “anarquía capitalista”. Pues sepa el creyente que no es cristiano la idea de un anarco-capitalismo; y no concuerda con la Doctrina Social de la Iglesia eso de proponer una abolición del Estado, por más corrupto que sea éste. Lo que corresponde –y está de la mano con la doctrina y enseñanzas del Magisterio Católico-, es luchar por el saneamiento de las estructuras temporales de la sociedad desde el Evangelio. Es por eso que no se trata de hacer una Revolución al revés, sino de hacer lo contrario de la Revolución. En necesario hacer un gran esfuerzo por instaurar todo sobre los cimientos inconmovibles de la verdadera y única civilización: “Omnia Instaurare In Christo” que tomó como lema el gran San Pío X.

Podríamos hacer un recorrido histórico de la Gran Revolución para detectar los alcances de los errores que venimos arrastrando desde hace ya varios siglos, pero para no alargarnos demasiado, nos remitimos a los artículos de Eduardo Allegri publicados en http//revistaens.blogspot.com con el título de “A ver esto de la ‘batalla cultural’”2 que resume ordenadamente lo que queremos señalar. Nos conformamos con suscribir a lo que el autor señala cuando dice:

Si se mira bien, en realidad no hay batalla cultural sin más, como un episodio meramente cultural, en sentido horizontal, como una mera puja histórica de corrientes de pensamiento: esto es una guerra. Y es guerra antigua, más antigua que lo que las crónicas puedan registrar, porque empezó entre ángeles y cuando no había hombres en el universo. Esta, en definitiva, es batalla de una guerra y hacerse el tonto en este punto no solamente preanuncia una derrota sino, lo que es peor, hace que cualquier triunfo momentáneo que se crea propio, sin esa nota preliminar absolutamente clara, se vuelva, al final, un triunfo del enemigo”.

Es por eso que, para un cristiano, las batallas no son ocasiones para la desesperación sino para la templanza, para fortaleza, para la prudencia y – ¡Dios nos valga! – es tiempo oportuno para la justicia. Si estamos en medio de una batalla, roguemos a Dios que no fallen las virtudes cardinales, porque si fallan, la batalla se vuelve estéril y sólo queda la retirada. Pero bien mirada la cosa deberíamos cuidar de que no fallen las virtudes teologales. Porque toda batalla, mirada en su profundidad, se reduce a un combate metafísico entre dos reinos, el Reino de Cristo y el reino del demonio. Los “dos amores” de la Ciudad de Dios, que dice el gran San Agustín: “Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor”. Este es nuestro punto de partida y nuestro punto de llegada. Pueden llamarnos “puristas” por defender este principio metafísico sin sentir la obligación moral de “comprometernos” en política partidaria votando a un personaje desquiciado como Milei, que se encuentra en la trinchera de enfrente y representa el eterno retorno de todos los males que sufrimos como Nación. El liberalismo es tautológico, porque va de lo mismo a lo mismo.

Hay un proverbio chino que dice: “Si no sabes que eres el enemigo de alguien, no pensarás que estás en guerra”. Pues que nos valga el adagio para acomodar mejor nuestras palabras. Lo triste de este tiempo es que la gran mayoría de los hombres no saben que hay enemigos al acecho. Nuestro principal enemigo es el Demonio y sus huestes que militan para nuestra perdición y para perdición de las almas. Nuestro enemigo es el Pecado y las infinitas formas de corrupción que infectan las estructuras de la República que hoy se materializan en mafias corporativas como el narcotráfico, la perversión sexual que va desde la pornografía hasta la explotación infantil con fines sexuales pasando por la pedofilia y la homosexualidad instalada en los lugares más santos; la Ideología de Género que busca pervertir moralmente a los niños difundida incluso en los Seminarios, en las Escuelas Católicas, en los púlpitos y en los confesionarios. El aborto, que bien entendido es un acto metafísico por el cual se rinde culto a los demonios en claro ritual cruento que emula el único sacrificio de Cristo en la Cruz. ¡Dios nos libre de Su Justicia cuando vuelva a juzgar a las naciones y nos encuentre votando a Milei!

Acá no se puede plantear ni remotamente la posibilidad de restaurar todas las cosas en Cristo. No hay reglas de juego que permitan, en un sentido realista, restaurar por ejemplo la educación. No se puede restaurar la educación sin ir a las fuentes de la verdad necesaria para la regeneración del verdadero humanismo. Ya quedamos fuera de juego los que luchamos para que la Patria sea católica. Los que anhelamos ver restaurados los ideales cristianos en la política, en las instituciones, en las leyes, en las familias, en las escuelas, en la economía, en los gremios, en las empresas. Quedamos fuera de juego por propia voluntad. Porque justamente tomamos distancia de esta falsa batalla que ilusiona a muchos argentinos que se dicen de propia tropa cuando nos exigen tomar parte del sistema votando a un personaje esotérico y de dudoso origen.

El padre Castellani decía que “la restauración será religiosa o no será”. Con eso dejó en claro cuál debería ser el plan de acción. Restaurar la cultura argentina es restaurar la Fe Católica, sus verdades, su filosofía, sus principios doctrinales, su enseñanza. No hay otro plan de acción para un católico que sinceramente se preocupe por los vaivenes del mundo de la política. Servir a Cristo y dar razón de la fe es el único programa que estamos obligados a llevar a cabo sabiendo que la Cruz es el único estandarte que galardona al caballero cristiano.

La acción política es el evangelio y nuestro combate es acometer contra el régimen buscando instaurar todas las cosas en Cristo, no con el deber de vencer sino con la obligación de no ser vencidos. El cristiano no está en absoluto obligado asumir las reglas de juego del liberalismo para dar razón de su esperanza.

La experiencia nos ha enseñado que el sistema democrático obligará al cristiano a usar un ropaje ajeno bajo la ilusión de herir al sistema “desde dentro” usando sus armas. Pero es una ilusión. Como un nuevo Caballo de Trolla el sistema siempre prepara una coartada para distraer la atención de la verdadera y única batalla. Nosotros estamos convencidos de que Javier Milei está lejos de ser un salvador de la Argentina. Es un personaje ficticio creado con el fin de distraer el eje de la verdadera batalla cultural y adormecer aún más a los incautos aduladores del Sufragio Universal. ¿Será necesario continuar enumerando la infinidad de males y perversiones que sufrimos y que el liberalismo no puede ni quiere detener? Los argentinos de bien, obnubilados por las trampas del sistema abrigarán en su interior el ingenuo deseo de inmiscuirse en los asuntos partidocráticos con la sugestiva creencia de que comprometiéndose políticamente podrán llevar a cabo una guerra silenciosa contra el régimen. Pero el régimen es un Leviatán que terminará devorándolos en su ambición materialista. Y porque no han puesto la mirada en lo Alto terminarán extraviados en el laberinto.

Pero de todo laberinto se sale por arriba dijo el gran Leopoldo Marechal.

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4 Responses

  1. «El cristiano no está en absoluto obligado asumir las reglas de juego del liberalismo para dar razón de su esperanza.» Y yo agregaría el juego de la democracia. Clarísimo el artículo. Gracias

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