por Mercedes Giglio
Los últimos acordes del Alma redemptoris mater murieron en el pasillo de la Iglesia, al tiempo que se veía la túnica del monaguillo entrar a la sacristía lentamente. Había terminado la misa de ese 8 de diciembre, solemne por demás, y un silencio absoluto reinaba en el santo lugar. La lluvia acababa de cesar e invitaba a la oración. Le había costado prestar atención al último Evangelio, ese que empezaba casi igual que el Génesis: In principium erat verbum. Sin embargo, siguiéndolo desde el misal, se le hacía más fácil.
Las familias se acercaban un poco para hacer su acción de gracias, al igual que las jóvenes parejas de novios. Había una viejita de aspecto amable ubicada en uno de los costados derechos del recinto, arrodillada, muy concentrada en su oración. Tendría unos 84 años, viuda hacía 30, no se separaba de su parroquia ni de día ni de noche. Su cabello lucía como la cumbre de una montaña nevada y sus manos como dos pasas de uva. Se había recogido para orar, de manera imperceptible. Juntaba sus manos, agachaba su cabeza y cerraba sus ojos, luego el tiempo pasaba sin que se diera cuenta.
—Señor, te pido por mis hijos. Uno de ellos ha abandonado el camino recto, Tú sabes quién es. Señor, me abandono en Ti, sabes que no es fácil, sabes que no puedo, sabes cuánto quiero controlar todo. Resulta gracioso que, a mi edad, todavía quiero controlar las situaciones.
Volvía a mirar la hermosa imagen de Nuestra Señora del Rosario de San Nicolás y le rogaba estar en sus manos, con entrega y confianza. Pero ¡Qué difícil se le hacía a veces aceptar la voluntad de Dios! Y cuántas veces esta contrariaba sus planes más preciados.
El viento soplaba con diligencia y se escuchaba el golpeteo contra las pocas ventanas abiertas esa mañana. La lluvia había dejado una humedad y un aroma a tierra mojada deliciosos. Todo ello parecía reflejar su estado interior, su necesidad de protección y cariño. A pesar de la edad. A pesar de las mil vicisitudes pasadas, aún sentía la necesidad de cariño y protección.
Salió por fin afuera, y se cruzó con un par de parroquianos que aún continuaban afuera conversando.
—Ya es definitivo —sentenció José Manuel.
—No puedo creerlo, pero si apelamos a su Santidad —añadió Ángeles.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó la viejita arrimándose con su bastón al círculo de amigos.
—Manuela, lamento decirle que se cerrará definitivamente la parroquia. El padre Aurelio deberá mudarse de aquí y nosotros a organizarnos para volver a las misas clandestinas, o más bien, misas en casa de familia, que de clandestinas no tienen nada.
—Pero, ¿cómo? Si habíamos habilitado las medidas de higiene, si nos habíamos comprometido a pagar una cuota mensual para sostener al padre, si estábamos pagando también el impuesto al culto…
—Sí, pero todo eso ya no sirve más. El gobierno ha roto toda relación con la Santa Sede y las diócesis que aún siguen con buena relación con el gobierno es porque han hecho negocios bastante turbios. No nos queda otra opción. Y esta vez, ya no hay esperanza de volver, como cuando bajaron los índices de contagio. Los edificios serán definitivamente clausurados.
Manuela se quedó pensando un rato. Miró a sus hermanos en la Fe, y sus ojos comenzaron a nublarse.
—Nunca creí —dijo Manuela— Que vería algo parecido. Entonces estos edificios comenzarán a funcionar como centros comunitarios. Tal cual como sucedió en Neuquén.
—Así es —dijo Ángeles—. Porque eso es lo que habían anunciado, lamentablemente, si no se pactaba con el gobierno. Sabés lo que ocurrió en la parroquia San Francisco de Asís. Ya no hay misa, no hay confesiones ni bautismos. Los frailes se comportan como meros asistentes sociales y las reuniones que hay son solo para hablar de ecología. Así estamos.
—Es apocalíptico —sentenció la anciana.
—Definitivamente —concluyó José María—. Ahora necesitaremos una casa donde pueda celebrarse tranquilamente la Santa Misa. Y posiblemente donde pueda también vivir el padre Aurelio…
—Cuenten con la mía —se apresuró a anunciar Manuela—. Saben que es grande y es decoroso que un sacerdote viva en ella, pues yo soy mayor de edad. Además, es grande y pienso poner a su disposición los otros cuartos que tengo. Tendrían casi total independencia los cuartos y la cocina y la sección en que viviría yo.
—Manuela… su casa es grande, pero ¿cómo que tendrían casi total independencia los cuartos y la zona donde viviría usted? Por lo que recuerdo de la última vez que fui estaba todo conectado.
—Bueno, es que, querido José, he estado adelantándome un poco a estos tiempos. Desde que comenzó esta dichosa pandemia, comencé a oler cambios bruscos para los que teníamos que estar preparados. Esto de las restricciones puestas al culto por el gobierno no me gustaba nada, y poco a poco comenzó a endurecerse. Pensé que llegaría un momento en que los sacerdotes no tendrían un lugar donde caerse muertos, como decía mi abuela, y decidí poner mi casa a disposición. Los dos cuartos donde dormían antes mis hijos los limpié y acomodé y construí en el pasillo que tenía mucho espacio una cocina y un comedor chiquito pegado a ella. Dejé esa parte totalmente independiente, de eso se encargaron los albañiles por supuesto y listo. Fue un trabajo muy lento. ¡Ah! Pero acomodé el living y compré sillas pensando en una futura capillita.
—Es usted una adelantada Manuela, la felicito —dijo visiblemente emocionada María de los Ángeles. Yo voy a ayudarla cuando lo necesite. ¿Qué te parece José María, ese lugar?
—Me parece excelente y sobre todo que lo definamos como lugar fijo. Doña Manuela tiene en su casa todos los requisitos para fijar un lugar para la Santa Misa. Además, está cerca de esta iglesia, lo que es muy cómodo para muchas personas.
—No se hable más entonces. La casa de Manuela será nuestro punto de encuentro. Volveremos a los tiempos de La Vandée.
Después de conversar de una cosa y de otra, uno a uno los parroquianos se fueron yendo, pero doña Manuela entró nuevamente en la iglesia. Se arrodilló y volvió a entrar en oración:
—Gracias, Señor, porque has encontrado la manera de traer de nuevo a uno de mis hijos al rebaño. Estoy segura de que si charla una o dos veces con el padre Aurelio, cuando se traslade a vivir en casa, varias cosas se removerán en su interior. Gracias, Señor. Y haz que seamos generosos para mantener a este sacerdote. Haz que pueda darle un sitio digno y que mi casa, aunque no sea digna de Ti, pueda ser una morada de amor y que la transformes a tu gusto. Que me ayude, tu visita, a abandonarme más en Ti.
La lluvia volvió a arreciar y la obligó a volver pronto a su casa si no quería mojarse más de la cuenta, pues parecía un fuerte chaparrón. El aire frío la sacudió con fuerza y la hizo prepararse para lo que venía.
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