por Jordán Abud
Ningún educador (en rigor, nadie con sentido común) desvincularía la experiencia lúdica (la práctica deportiva, un buen partido o un simple juego) de la exigencia implícita contenida en un puñado elemental de parámetros normativos (no mentir, ser leal, jugar en equipo, en líneas generales, no hacer trampa…). El juego bien jugado tiene su misterio, sus reglas y hasta su mística. Por eso es que se ha dicho, y con razón, que es educativo y hasta terapéutico. Sin ninguna duda, jugar bien es cosa seria. No es justo entonces que se acuse al actual régimen seudopolítico de tomar las cosas como un juego. Podrá ser un circo, pero no es justo denigrar la bella y enriquecedora faz del homo ludens.
Y cabe aquí otra advertencia preliminar: con la recurrencia al circo como analogía didáctica no nos referimos al pintoresco espectro de ocupantes de turno. Los hay ciertamente, y para un amplio desarrollo de la nosología psiquiátrica. Pero pensamos en el problema de fondo, en la esquizofrenia congénita, por la cual, paradójicamente, se explica el ingreso y la permanencia del muestrario fauno en el montaje caricaturesco del sistema. Digámoslo más claramente: lo que intentamos manifestar es que no hay casos excepcionales que se hayan filtrado en el manejo de la cosa pública y no reúnen las condiciones elementales (que enseguida veremos). Es al revés: para ser funcional al régimen es condición sine qua non carecer de esas condiciones, a riesgo de ser restringido su ingreso por presentar las cualidades psíquicas y morales que son llanamente incompatibles con tal función.
Desmontemos entonces, un poco, esta impostura que es el dogma democrático y reparemos en uno de sus grandes logros: la desvinculación estructural -como condición excluyente- entre política (es decir, el quehacer ordenado al bien común) y moral (empezando al menos -si es que el tema de la Gracia incomoda demasiado- por las virtudes y los vicios).
Tratemos de entender desde la raíz este divorcio. Así como la prudencia —ecuerda Leopoldo-Eulogio Palacios, siguiendo el esquema clásico— es la recta razón de lo agible acerca de los bienes y males que afectan a un hombre, eso es, a uno mismo (…) lo político versa sobre los bienes y males de toda la multitud civil.1 No sólo que es legítimo hablar de prudencia política, y vincularlo a los bienes y males de una sociedad; es además necesario para un planteo completo. La mera facticidad, el crudo resultado, el empirismo a secas o la sola eficiencia no constituyen la médula de la actividad política. Sin dudas que se trata de una virtud práctica, pero política y maquiavelismo son incompatibles.
La política se entiende desde el obrar prudencial, y no desde el hacer técnico. Justamente el maquiavelismo concibe el Estado como un artefacto aséptico de moral, para cuya producción y montaje se puedan transgredir por el estadista las leyes morales con tal de que la obra resulte bien.2
Estamos en un dilema grave, porque siendo así, el falseamiento de la prudencia política desencaja a la política de sus fines morales.3 Ciertamente —y es hoy de penosa constatación—, hablar del carácter moral o incluso simplemente de lo educativo, se malentiende como un apresurado “mezclar las cosas”, como moralina barata, o como patrimonio de “las religiones” —concebidas, además, como un mercado de ofertas—. Sin embargo el tema, además de grave, no es nuevo. Sólo por remontarnos unos años, el maestro Genta, en sus clases, denunciaba a los sofistas recordando que son maestros de habilidad pero no de sabiduría.4
Era un desenlace tan lógico como previsible: desalojada la idea de bien moral solo quedan los antecedentes académicos, las habilidades sociales, la pericia adaptacionista, los fueros económicos y los buenos contactos. Devenido lo político en pura y primordial técnica, protestaba Genta diciendo que todos somos o nos suponemos, en cuanto ciudadanos de una democracia, con autoridad suficiente para juzgar y decidir sobre los asuntos del Estado, en el gobierno de la República, sin haber estudiado ni aprendido especialmente el arte de la política y sin haber tenido jamás maestros de prudencia.5
Extraño divorcio al que nos hemos habituado: a la política (en rigor, a esto que se propone como política) se le reserva el lenguaje técnico, las habilidades operativas y las leyes de mercado. Y quede para la moral la impronta educativa, el costado poético, la práctica de las virtudes y el orden natural (moral cada vez más arrinconada, y no sólo expulsada del quehacer ordenado al bien común, sino también de las escuelas, los hospitales, y ¡ay! de los ámbitos católicos que han sucumbido al planteo subversivo del marxismo). No es casual entonces que la sabiduría y la virtud (hayan) sido desterradas de la enseñanza pública y de la política. Asistimos a una política que se rige exclusivamente por los hechos y que rechaza como inoperantes los ideales y las perspectivas de eternidad.6
¿Cómo es posible compatibilizar al querido padre Julio Meinvielle con una dicotomía instalada, tanto en el ámbito natural como en el sobrenatural? El recordaba que en la Ciudad medieval, la vida del hombre, también la vida pública, estaba dirigida hacia la santidad. Y como la santidad no se obtiene sino por la gracia de Jesucristo, la cual se da únicamente en la Iglesia, de aquí que monjes y clérigos hubieran de tener una preponderancia especial en esa sociedad.7 ¿Qué cabida tiene semejante programa de acción católica en una concepción amoral y técnica de la política, en un laicismo fundante o en una postergación hasta el infinito de la Buena Nueva proclamada a los cuatro vientos en cada rincón de la Patria?
Las causas del desorden político siempre se atribuyen a los problemas comerciales de importación o al desfasaje cambiario de la moneda del norte. El perjuicio social tiene siempre una explicación administrativa o estratégica. El bien del que se priva al ciudadano o el mal que se le inflige tiene su total solución corrigiendo el inciso b del artículo 3 de la ley xxx…. (tratado con absoluto rigor y seriedad —como todos sabemos— en alguna honorable cámara). No hay atrocidad, desfalco o delito que resista encuadrarse en una discusión de notables, reunidos en torno a aquel “debate que todavía nos debemos”.
La gestión reemplaza el gobierno, el plebiscito la ley natural, el cuidado del protocolo la veracidad. Jamás mención alguna al pecado ni al vicio. Y por eso —aún para los católicos liberales y no sólo para los ateos— el lenguaje político no debe incluir ninguna mención a la bondad o maldad de los actos humanos. El programa de gobierno publicitado deberá consistir en un sólido plan de viviendas, en el control de la inflación y en acceso a créditos para todos (desde luego, quien no quiera entender el fondo del planteo dirá que despreciamos estas preocupaciones tan legítimas, pero no es así). A lo sumo -si de menciones medulares se trata- un “sí a la vida” que sea tan loable como espumoso y deletéreo. Ni hablar de Dios en las escuelas, de la vida de gracia en las familias, de la oración en los pueblos, porque todo parece una intromisión indebida y fuera de lugar.
Pero avancemos un poco más en esta descripción, para poder llegar con mayores evidencias a lo que queremos concluir. Resulta que a los sinverguenzas de siempre, a los detractores del orden, a los incurables especialistas del caos les cabe siempre un lenguaje técnico (científico, si fuera posible). Pero para los objetores del sistema, para los denunciantes de las causas de fondo, para los incómodos de la incorrección política, a ellos sí: juicio y castigo. Con ellos sí reaparece todo el pudor de la moral, a ellos sí todo el rigor para la maliciosa cualidad de sus palabras, actos e intenciones. El pequeño y dulce duende de la neutralidad se adormece y el monstruo inquisidor despierta iracundo cuando se trata de los aguafiestas del pensamiento único.
Como las categorías morales no entran en el sistema no hay nada que no pueda someterse a discusión (salvo las reglas del sistema, claro).
¿En un contexto así porqué un juez no puede ser un pervertido ni un gobernador un transgresor serial del sexto mandamiento o un diputado un mentiroso de oficio? Siempre y cuando apruebe el examen de reverencia democrática. Porque reglas son reglas.
Genta recordaba que un político desprovisto de las virtudes del apetito -justicia, fortaleza y templanza- no podría mandar nada justo8. Qué extraño suena hoy a nuestros oídos. Queremos un político que selle con su vida y su sangre el bien que han jurado defender, anhelamos sindicalistas, diputados y senadores, titulares de los DDHH, que busquen abnegadamente el bien común, y que asuman las persecuciones, la pobreza y la muerte civil antes que traicionar la misión, con tal de no ensuciar a la Patria en su cuerpo y en su alma. Parece un poco lejano, ¿no? ¿En qué deriva esta esquizofrenia?
Deriva en que dentro de este sistema vale todo. Todo, menos poner en duda el sistema. Es decir, todo, menos salirse de él. Tan enfermos de dicotomía y de disociación interna estamos que se habla de bien común temporal con algún inoportuno alivio. Como si ello consistiera en una especie de adaptacionismo o de suministro de las condiciones materiales para que el hombre sobreviva. Algo así: “para las urgencias y necesidades socio-ambientales estamos los políticos. Para toda otra inquietud, arregle con un sacerdote”. Pero el bien común temporal y el bien común sobrenatural no se homologan con pan, techo, trabajo y salvación del alma. Se homologa con vida de virtud y mensaje evangélico; prudencia y vida de la gracia. Se entrelazan como la verdadera concordia y práctica conjunto del bien (amistad social) con la salvación del alma por los méritos redentores de Nuestro Señor Jesucristo.
Ahora sí llegamos al tenebroso desenlace. Desprovisto de categorías morales y puesto el sistema en los rieles directrices de llegar al poder y mantenerse en él, ¿qué nos queda?
Nos queda que si lo comparamos con el juego, es como si un niño caprichoso pusiera reglas arbitrarias, contradictorias y ordenadas con obscenidad al propio bien. Es la imposición de las reglas perversas para desviar el fin, y así, ganar pase lo que pase. Por eso es cada vez más evidente que las leyes positivas suelen no proteger el ordenamiento y la dirección natural de las cosas sino que blindan el propio capricho. Y por eso, la democracia no es el juego en sí, sino las trampas del juego. El quid del sistema es el capricho, es decir la ideología. La realidad se fuerza hasta que entre en el molde. Se rompen todos los criterios que hagan falta…mientras quede a salvo el sistema. Es decir, se transgredirá todo lo que sea menester, a condición de que triunfe el nuevo orden.
Si en el juego se mantiene la tensión hasta el final, el régimen que nos sojuzga es un maldito y tramposo determinismo, donde todo está armado para que gane siempre el más corrompido y el más corruptor.
Ojalá el sistema regiminoso fuera un juego. Porque el juego tiene reglas limpias, tiene el aire fresco de la transparencia, tiene el peso ínsito de las categorías de la virtud. El juego es algo serio. Lo imperdonable es tomarse con la misma solemnidad el juego que el circo.
Y una última constatación: cada tanto emerge el sentido común que pareciera rebelarse contra lo deforme y lo ficticio, pero se aborta rápidamente. Y volvemos a lo que el maestro Genta llamaba infantilismo mental: tomamos en serio las cosas pueriles y nos parecen pueriles las cosas serias.
Tan enfermos de falacias estamos (aunque sin conciencia de enfermedad), de trampas regiminosas, de necedad incurable (y tan vedada está la conexión del sistema con el ámbito moral) que los reales síntomas solo parecieran explotar de efervescencia cuando hay un emergente repudiable, temible y escandaloso (violaciones, asesinatos, robos faraónicos, manipulaciones burdas, miseria y hambre a metros de la opulencia). Ahí sí todos pueden manifestarse, pero con una condición: que no se pongan en duda las reglas de juego, que no se llegue a las causas últimas, que nadie ose preguntar si no será que el rey está desnudo.
Que se denuncie la precariedad económica, pero que se llegue hasta el tema de la inflación; ninguna mención a la usura ni al poder mundial. Que el pueblo estalle de indignación ante una joven violada y asesinada, pero que se llegue hasta el delito de homicidio y las reformas penales pendientes; nada de denunciar el vicio y el descontrol que se promueve desde los estamentos más estructurales por los buenos réditos que deja ni de la infectación del hedonismo que corroe a la sociedad. Que se hable del mal nivel de las escuelas, pero que se termine en el tema de las planificaciones y en las nuevas normativas; no se mencione que los Protocolos proponen un embrutecimiento previsto y deliberado para mejor manejar las masas, ni que está probado que a mayor ignorancia mayor facilidad para manipular al “soberano”. Que se señale a los malos gobernantes, pero que todo quede en que la próxima vez elegiremos mejor y ahora modernizados con la panacea del voto electrónico; nada de denunciar la farsa de un sistema intrínsecamente fraudulento como es el sufragio universal ni de condenar la igualdad masónica, que atenta contra la distinción y la jerarquía.
Y llegamos al fin, a la conclusión políticamente incorrecta, pero paradójicamente denunciada por los maestros del nacionalismo católico argentino. “¿No será que la normalidad democrática es tan anormal que precipita irremediablemente en el desgobierno y en la anarquía? ¿No será la lógica interna de su proceso que engendra necesariamente la crítica de sí misma? ¿No será la glorificación de la contradicción el sino democrático? (Jordán B. Genta)
Cuidado, si a un niño le hacen trampa, seguramente se trata de tierna ingenuidad. E incluso, si se repite el engaño, es abuso del candor en esta tierna edad. Pero en los adultos, ante las constataciones diarias de las vergonzosas cuchilladas al bien común, frente al escarnio repetido y acrecentado del hombre de bien, ante la radicalización de todos aquellos “dogmas” del sistema que sólo han hecho hundirnos más y más en la ruina y la humillación, ante todo esto -decimos- la falta de reacción ya no se llama inocencia sino complicidad. Y sumarse complacido no es ser colaborador sino “idiota útil”.
Tal vez sea nomás como decía el cardenal Pie, se ha probado todo, es hora de probar la verdad.
1 Leopoldo-Eulogio Palacios, (1978) La prudencia política. Gredos: Madrid.
2 Ibidem
3 Palacios, op. cit
4 En Jordán B. Genta (1949) El filósofo y los sofistas. Lumen: Buenos Aires
5 Genta, op. cit.
6 Genta…
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