El liberalismo católico y otros males

Filosofía-Opinión-Política

por  Dom Gregario de Lahuida

«Mejor es no creer en nada, ni en Cristo ni en Sarmiento, que creer a la vez en Cristo y Sarmiento. Lo primero da un ateo; lo segundo, un católico mistongo.»

Hace unos días escuchaba en una homilía correspondiente al Domingo de la Semana XXXIX (Novus Ordo), el evangelio que dice Nuestro Señor: «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», en una escalofriante coincidencia de calendario, porque estábamos a la espera de los resultados de los comicios presidenciales. Un joven sacerdote recientemente ordenado predicaba acerca de la Cuestión Social Católica y esa apasionante doctrina de las obligaciones cristianas para con el orden temporal. La coincidencia del almanaque liberal y del calendario litúrgico proponían ese humor expectante por el cual yo anhelaba escuchar una homilía de Castellani o del padre Julio Meinvielle. Pero no había caso. Yo había nacido un par de años después de la muerte del párroco de Versalles y apenas cuatro años antes de la partida a la Patria Celestial del Cura Loco.

Era mucho pedir escuchar una homilía sapiencial y docta de viva voz de alguno de nuestros maestros. Acaso el p. Alfredo Sáenz, o uno de esos venerables sacerdotes que han ayudado tanto a uno a salir del laberinto de una mentalidad moderna. Como sea, el deseo y la coincidencia hacían que yo rogara escuchar una buena prédica. Gracias a Dios la tecnología no puede caer completamente en las manos del demonio y horas antes me habían llegado por WhatsApp dos sabrosas homilías que encaminaron mi alma y mi pensamiento hacia buen puerto, una predicada por el P. Fray Rafael Rossi O.P. y otra por el P. Jorge Hidalgo. Ya me había hecho el día.

Como sea, el caso del curita, que predicaba en esa parroquia de la ciudad de Santa Fe, dejó en evidencia la penosa formación que reciben los sacerdotes en los seminarios diocesanos. Y, por qué no decir también, el esfuerzo que tienen que hacer algunos pobres curas para tejer la maraña de ideas encontradas o el matete que les dejó en la cabeza la “Nueva Teología”. Para explicar la cuestión de la relación Iglesia-Estado se apoyó en el esquema conceptual de Jacques Maritain: la Persona, por un lado, es Espíritu, y por otro es Individuo. Por ser espíritu, le corresponde dar a Dios la fe, el culto y la práctica religiosa y la vida espiritual. Por ser Individuo le corresponde dar al Estado todo lo que la vida civil exige: las virtudes democráticas, el respeto social, la solidaridad y esa larga lista de “deberes del ciudadano” que la sociedad moderna impone. Y ¡por supuesto! el primer deber de todos que es el derecho al voto, aunque la crisis en que se encuentra la Patria haya sido el efecto de 40 años de democracia. La insensatez no daba para más. El tipo ignoró la profusa doctrina católica sobre el Orden Social Cristiano, sus causas metafísicas, y sobre todo su Fin Propio, que es la Bien Común, el cual se alcanza plenamente en la Patria Celestial. El Liberalismo Católico estaba consumado: Iglesia y Estado asunto terminado.

Jacques Maritain es uno de los pensadores católicos más conocidos en los círculos de formación y en los ámbitos académicos donde se estudia un poco de filosofía. Pero Jacques Maritain hay dos. Uno es el filósofo tomista de Los grados del saber y otro es el Jacques Maritain de Humanismo integral. Entre “los dos Maritain” pesa el conflicto nunca resuelto de La Acción Francesa y el choque entre los doctrinarios de Charles Maurras y la intervención del Papa Pío XI. Luego de que La Acción Francesa fuera condenada por Roma. Jacques Maritain no encontró otro camino que el Liberalismo. En Humanismo integral propone la idea de una “nueva cristiandad” basada sobre los ideales de la Democracia moderna como único camino posible para la política del futuro.

No pretendo exponer la doctrina política contenida en una buena cantidad de documentos pontificios que se dedican a condenar los errores del Liberalismo. Pero, por mencionar uno, digo que en el año 1885 el Papa León XIII escribió la Carta Encíclica Immortale Dei sobre la constitución del Estado Cristiano, en ella advertía que

«…el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de esta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis, no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural.»

El Liberalismo, que comenzaba a asomar su hocico con la promesa de fundar una «Nueva Sociedad» cimentada en el individualismo materialista más ramplón, sedujo a los capitalistas para jalonar los ideales revolucionarios de 1789, y con ello la hegemonía de la “voluntad popular” devenida en principio sagrado. Pero el gran León XIII advertía:

«En una sociedad fundada sobre estos principios, la autoridad no es otra cosa que la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí mismo, es también el único que puede mandarse a sí mismo. Es el pueblo el que elige las personas a las que se ha de someter.

Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios.»

No se crean ustedes que yo estoy citando a León XIII por ganas de atrasar el reloj y esconderme en una aldea del medioevo —¡Ya quisiera! Pero no. Muy feliz me encuentro de vivir en esta época y lidiar con las desgracias que me tocan. Al fin y al cabo, cuando un católico mira al pasado, lo hace con la convicción de que: «nuestra añoranza tiene que ver con el futuro», como dijo el Beato Cardenal Newman. Pero ya que me gusta lidiar, ¡a mi juego me llamaron! ¡Que para eso me hice filósofo y no banquero! Para filosofar más podría hacer un comentario a la encíclica Quas Primas, y despellejar la careta de muchos católicos que se dicen tradicionalistas y votan a Milei. Pero no es el caso.

El caso de hoy es el “Maritainianismo”. La cuestión es que, el curita del que hablaba, se descolgó explicando que nuestro deber para con el Estado tiene que ver con que, ya que somos “persona”, Dios nos dio una realidad espiritual por la que tenemos que salvarnos y darle culto, es decir, vivir según la Fe; y, por otro lado, somos “individuos”, ciudadanos del Estado (con mayúsculas, como el liberalismo nos enseñó), y tenemos el deber de “dar al César” nuestro voto como ya el Papa Francisco nos había venido aconsejando.

Aunque el mensaje del curita tuvo la intención devota de tranquilizar las conciencias, diciendo que en definitiva la Patria es una cosa de Dios y nosotros tenemos el deber de cuidarla y comprometernos con ella, la navaja ya había cortado de raíz el cordón metafísico que une El Bien Común de la Patria con Fin Último del hombre. Ya no fue suficiente el lema: «Iglesia y Estado, asunto separado»; ahora la cuestión era: «Persona e Individuo, asunto bien ambiguo».

El Laicismo parece que ya es un enemigo del pasado. Cuando yo era joven de la Acción Católica me enseñaron que el laicismo era una cosa grave. Que consistía, básicamente, en guardar la Fe dentro de la sacristía, en lo privado, y que sus ideólogos: Moreno, Rivadavia, Sarmiento, Alberdi… ¡y Macri! eran enemigos de Dios y de la Iglesia. Que militaban en la masonería y que eran anticristianos. Y a todos ellos los identificábamos con una palabra que ya olía a azufre, “Liberales”. Y que ser de la Acción Católica era identificarse con la bandera de Cristo Rey, todavía recuerdo con emoción el Himno de La JAC que vale la pena transcribir: «Aquí va la Legión de la JAC, la moderna cruzada, juvenil escuadrón que nació bajo el Sol de la Fe. A forjar con su acción nuestra Patria viril del mañana, a luchar con tesón por el triunfo de Cristo su Rey» y terminaba diciendo «…seré condecorado por el Supremo Jefe, con la Cruz Azul de Acero, la de los Héroes de la JAC…». No vienen al caso las críticas a la Acción Católica y sus desviaciones liberales y progresistas, pero cuando yo era un pibe (no hace mucho tampoco) aprendíamos que Cristo debía reinar, en nuestros corazones, en nuestras familias y en nuestra Patria. Y que eso era un deber por derecho de conquista. ¡Es necesario que Él Reine! Y ahí estaba nuestra esperanza. Gracias a Dios, nuestro grupo de Acción Católica perseveró en eso hasta que pudo.

Después vinieron las sutilezas de la “sana laicidad”. Que, para mí, ya sonaban a derrota, y era cierto. Cuando me di cuenta, el Liberalismo había hecho pelota a la Argentina. Ahora la cuestión era buscar la concordia de poder vivir la Fe Católica en un Estado descristianizado que ya se había vuelto hacia el progresismo. Pero, para mí (y para muchos otros), la consigna estaba en pie de guerra: confesar a Cristo Rey en las calles, en los ámbitos públicos, en las escuelas, en los hospitales, en los juzgados, en las instituciones todas debía reinar Él;, Instaurar todo en Cristo. La militancia por el Reinado Social de Cristo quedó lesionada. Lo que triunfó fue el aire a derrota que se empezó a respirar en ciertos ambientes católicos que dejaron la lucha por la melosa idea de la «civilización del amor» que se fogoneaba desde los sectores tercermundistas. Se presentía que el choque estaba cerca. De repente nosotros éramos “preconciliares” y yo no lo sabía. Algo se había roto y yo me encontraba en una trinchera. En una “Resistencia” para la cual Cristo Nuestro Señor me estaba preparando sin tener mucha idea todavía. Después llegaron los nombres de Leonardo Castellani, Jordán Bruno Genta, Carlos Alberto Sacheri, Julio Meinvielle, Ignacio Ezcurra y todos esos. Yo me encontré nacionalista. Ni de “derechas” ni de “izquierdas”, simplemente un Nacionalista Católico, todo en Uno.

Si hay algo que caracteriza a los hombres modernos es la habilidad para separar lo que Dios ha unido y de unir lo que Dios ha separado. En eso consiste la dialéctica hegeliana, oponer contrarios para que del choque resulte la “Superación”. Pues en eso está la inteligencia de muchos actualmente, toda estrolada, sin posibilidad de superarse. Lo que pasa es que, aquello que el materialismo llamó “dialéctica” es la Rebelión. Y esa rebelión es definitiva mientras no se ordenen las cosas según el Creador.

Es la rebelión contra Dios que busca destronarle, quitarle su Potestad Divina y su Señorío sobre todo el orbe. El liberalismo es la Sedición Universal contra el poder soberano de Cristo planificada por el mismo demonio para llevar a cabo su obra definitiva de abominación según aquello de: «No queremos que este reine sobre nosotros», actitud de querer quitar del medio su Realeza y Hegemonía, su Derecho Divino sobre las Naciones que Nuestro Señor adquirió por conquista cuando fue elevado en el Patíbulo de la Cruz y que tuvo una realización histórica en la Cristiandad que los liberales llamaron “Edad Media” para separarla de la historia pagana. Como sea, no puede ni pensarse un católico que sea capaz de avalar conscientemente a un régimen que surgió de una rebelión tal.

Pero Maritain lo hizo bien. Porque, en definitiva, ¿qué es la Cristiandad? Es un tiempo que no puede volver más. Y eso es verdad en parte. Porque, como tiempo histórico, es cierto que no va a volver jamás. Y, bien reflexionada la cosa, es mejor así. El siglo XIII, con sus catedrales y sus palacios, con la caballería y las cruzadas, con las abadías y los coros gregorianos, con las universidades y las sumas, no podrán restaurarse en un sentido temporal-histórico y Dios así lo quiso. Pero, —¡ojo al piojo!— ser hijos de este tiempo es mantenernos en la misma contienda porque cambió la circunstancia, cambiaron los actores, cambió el campo de batalla, pero el enemigo es el mismo, aunque le cambien la cara.

Yo no podría vivir en el Siglo XIII, ¿quién sabe? La forma de vida sórdida y peligrosa que tenía la “edad oscura” asusta a cualquier moderno más acostumbrado a ciertas comodidades como son el aire acondicionado, el lavarropas y los pañales descartables. Pero quién sabe si Dios nos diera una nueva lucha, una nueva guerra o una gran persecución que nos obligue a dejar esas comodidades y concentrarnos en el mensaje esencial del cristianismo, que decía el P. Castellani en ese párrafo formidable que comienza diciendo: «mientras quede algo por salvar hay que salvarlo… sabiendo que cuando no quede nada por salvar, aún hay que salvar el alma».

Lo difícil de nuestro tiempo es que es un tiempo marcado por todas estas grandes renuncias, grandiosas deserciones y traiciones; a los todos los valores y principios que fundaron el verdadero y único humanismo, el único posible, el humanismo cristiano.

Todos nosotros somos como espectadores, de esta etapa histórica de disolución a gran escala. Una época en la cual se ha perdido la escala de lo humano. Hay un ocultamiento de lo humano que es una tragedia realmente escandalosa. Acá no es que fracasó el viejo proyecto ilustrado; acá lo que fracasó (¿o triunfó?) es el ateísmo. Y ese ateísmo no lo trajo el Comunismo, lo trajo su padre, el Liberalismo. A nosotros nos quedará el deber de Restaurar mientras Dios lo pida. Pero tal vez, como exiliados del presente. No por escapistas, sino por el enorme deber de ser inactuales. «A cada época la salva un pequeño puñado de hombres que tienen el coraje de ser inactuales», decía Chesterton.

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