La Modernidad, del éxtasis a la desesperación

Opinión-Política

por  Carlos Gómez Rodas

«Lunes otra vez
sobre la ciudad,
la gente que ves
vive en soledad.

Siempre será igual,
nunca cambiará.
Lunes es el día triste y gris de soledad
»

Sui Generis, Lunes otra vez

Hablar del hombre moderno es problemático. No se pueden resumir o condensar los cambios antropológicos de varios siglos en un solo término, en un concepto tan corto como ambiguo y evanescente. Durante la Modernidad, la humanidad se transformó. Importantes sucesos históricos entre los siglos XV y XXI la impactaron profundamente.

Una estación inevitable de lo moderno, sin duda, es el romanticismo. Si hay alguna característica de este movimiento filosófico, artístico y literario que salte a la vista es la revalorización de lo sentimental. El racionalismo ilustrado había dado preeminencia a una razón fría y abstracta, mientras que, para el hombre romántico:

Más que la racionalidad, las pasiones son la fuerza que configura la vida humana. Los estados de ánimo, por su inestabilidad e inquietud, especialmente la experiencia del amor, exponen y abren la finitud humana a lo infinito. El hombre no es un animal racional, sino un ser melancólico y nostálgico, obsesionado por el deseo de lo infinito. (Fazio, 2007, p. 119)

Afirma el pensador francés Pascal Bruckner, en La euforia perpetua, que la Ilustración y la Revolución Francesa «entraron en la Historia como una promesa de felicidad dirigida a toda la humanidad» (2002, p. 38). Sin identificar totalmente dicha visión con el espíritu romántico, es innegable que, de alguna manera, la efervescencia propia del Siglo de las Luces permeó la mentalidad de los románticos. Ambos movimientos no fueron tan disímiles como usualmente se los presenta. Había en este periodo una certeza de que las cosas serán mejores, de que el hombre estaba despertando de un largo adormecimiento, para entrar, con sus mejores galas, a una espléndida fiesta universal. Los siglos XVII y XVIII fueron —por lo menos, parecieron— como lo señala el mismo Bruckner, una edad de oro. Libertad, igualdad y fraternidad se daban la mano y se proponían derrocar las tiranías, para dar paso a un gobierno del pueblo y para el pueblo, cuyos ojos veían la luz gracias a los filósofos y cuya mente se despejaba, alejándose de ideas supersticiosas. El paraíso ya no se esperaba en una vida trascendente, sino que se construía en la tierra.

Después de los siglos de la fiesta, se volvió a la normalidad, a la calma. La actitud típicamente romántica subsistió. La Sehnsucht, que, literalmente, significa “la enfermedad de anhelar”, siguió latiendo en lo profundo del corazón humano, pero los aires de júbilo se habían ido y el hombre se quedó esperando la llegada de un mundo perfecto que cada vez resulta más utópico, sobre todo, después de las decepcionantes experiencias del siglo XX, cuando los monstruos de la razón hicieron de las suyas.

Para Bruckner, a partir del siglo XVIII «la felicidad y la vacuidad caminan cogidas de la mano» (2002, p. 47); todo es posible, pero el aburrimiento y el tedio de una interminable espera cubren al hombre con su sombra, haciendo que el cielo se ponga gris y que la melancolía sea la nota característica de nuestro tiempo. Julie, personaje de La nueva Eloísa de Rousseau, afirmaba: «No veo a mi alrededor otra cosa que motivos de contento, y no estoy contenta (…) soy demasiado feliz y me aburro». Tras lo sublime medieval, lo efervescente ilustrado y lo volcánico romántico, llegó lo trivial y tedioso moderno.

En este ambiente, como afirma el General, en El último encuentro de Sándor Márai, «uno vive un orden severo, y de repente, se vuelve loco» (2007, p. 94) ¿No es esta la historia de la Modernidad? ¿No se trató de implantar un nuevo orden cuyo pilar fuera la razón y de cumplirlo a cabalidad? ¿No se presencia actualmente la locura de quien no aguanta ese orden y necesita salir para no asfixiarse? Son muchas las formas de fugar; esperar sin esperanzas ultramundanas resulta agotador y el hombre comprende que es mejor quemarse que marchitarse. Como Bruckner indica, la espera del hombre de la Cristiandad cobraba sentido por la fe, no esperaba nada de este mundo y tenía su confianza puesta en un más allá, pero la Modernidad no tiene más esperanza que el progreso, el adelante, lo que viene, otro mito que, ya desde el siglo XX, estaba desacreditado. El General es un hijo de este tiempo. Por eso afirma que, cuando no se cede a la locura y se trata de mantener el orden, lo que se hace es: «Vivir, esperar, mantener el orden a nuestro alrededor. Vivir respetando un rito pagano y mundano…como un monje… aunque los monjes lo tienen más fácil porque tienen fe. Las personas que entregan su alma y su destino a la soledad no tienen fe. Solo esperan» (2007, p. 94).

En esta fase reciente de la Modernidad, o lo que algunos han llamado Posmodernidad, se sigue anhelando, se sigue aspirando a algo; es imposible acallar el deseo del corazón, pero cada tanto hay que fugar, huir del atronador silencio que surge de nuestra natural nostalgia de infinito. Esa espera sin esperanzas no se aguanta sin algún anestésico, es entonces cuando, como escribió el literato húngaro:

Nos acercamos a la gran ciudad, pagamos a algunas mujeres, todo estalla a nuestro alrededor, buscamos y encontramos pelea en todas partes… Puede que nos estrellemos contra un muro, que choquemos con los miles de obstáculos que nos presenta la vida, puede que nos rompamos los huesos. Cuando no echamos a correr, cuando no intentamos matar a nadie. ¿Qué hacemos entonces? (Márai, 2007, p. 94)

Bibliografía

Bruckner, Pascal. (2002). La euforia perpetua. Barcelona: Tusquets.

Fazio, Mariano. (2007). Historia de las ideas contemporáneas. Madrid: RIALP.

Márai, Sándor. (2007). El último encuentro. Barcelona: Salamandra.

 

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